Ascenso, avance y colapso de la industria colombiana.
Gabriel Poveda Ramos
Cualquier historiador de la industria en Colombia debe contar como fuentes indispensables los artículos y libros de Gabriel Poveda Ramos. El tema es polémico y cualquiera que sea el balance sobre la industrialización durante el Siglo XX, lo cierto es que vivimos un acentuado proceso de desindustrialización que requiere un profundo análisis pues se están poniendo en grave peligro los avances productivos hasta ahora logrados, como bien lo explica en la ceremonia de recepción del título de Dr. en Ingeniería en la Universidad Autónoma Latinoamericana el eminente ingeniero y matemático, autor de 20 libros que en que escudriña diferentes aspectos de la historia nacional y ganador al Premio Nacional al Mérito Científico en 2008.
Desde 1958 hasta 1998 dediqué la mitad de mi trabajo profesional de Ingeniero Químico y Electricista, a proyectar fábricas, a desarrollar procesos y materiales industriales, y a identificar nuevas producciones, mientras dedicaba la otra mitad de mi tiempo a enseñar e investigar en Matemáticas, Estadística y Econometría, y a darles aplicaciones en la Ingeniería y en la Economía. Esos 40 años fueron casualmente el tramo de su historia económica cuando Colombia vivió una expansión más dilatada de la industria nacional. Fue la época más rica en innovaciones tecnológicas, y el más fructífero en nuevas producciones. En esos cuarenta años nuestro desarrollo industrial avanzó con extraordinario vigor histórico, gracias a la vigencia afortunada y duradera de un modelo económico construido con ideas de Keynes, de los laboristas ingleses y de siete grandes presidentes colombianos: Olaya Herrera, López Pumarejo, Santos Montejo, Ospina Pérez, Rojas Pinilla (mi profesor de Balística Exterior en la Escuela Militar) y los dos Lleras. Fue el modelo que los ignorantes han llamado “cepalino” y que hizo crecer casi cien veces el tamaño de la economía colombiana desde su postración de 1905, hasta cuando un gobierno sin sensatez lo derogó en 1990.
Hasta aquí, registra mi memoria.
Permítanme ahora que haga un ejercicio de futurología, y que comparta con Uds. un informe imaginario pero realista que habrá de presentar un Ingeniero Industrial en un imaginario congreso internacional de esta bella profesión en un año venidero.
Dirá aquel colega: “Vengo de un país hermoso y lleno de riquezas naturales, pero con unas clases dirigentes agobiadoramente ineptas para gobernarlo. La Naturaleza le dio a ese mi país dos mares; metales preciosos a rodo; 30 millones de hectáreas de tierra cultivable; recursos hidráulicos por caudales; petróleo y hulla en cuantías aun no bien aforadas; niveles de tierras y ecosistemas desde el borde del mar hasta los 5.000 metros; una fastuosa biodiversidad de flora y fauna; bosques naturales en decenas de millones de hectáreas; reservas enormes y desconocidas de cobre en su cordillera occidental, y aluminio y hierro en sus planicies orientales; enormes potenciales hidroeléctricos aun sin usar; nódulos oceánicos en 2.000 km de costa Pacífica. En fin, un país dotado de recursos naturales industrializables, casi como ninguno otro en la zona intertropical del Mundo. Es un país que podía haber sido una potencia industrial de nivel medio, que repartiera equitativamente, para toda su población, los muchos beneficios que su industrialización le ha deparado a países comparables, como Argentina o Costa Rica.
El país del que hablo inició su industrialización en los albores del siglo XX. Impulsaron ese proceso: sus minas de oro proveedoras de capitales; sus existencias energéticas de carbón y de hulla blanca; el empeño de una clase empresarial muy capaz, de ancestro vasco; una mano de obra laboriosa, entrenada en minas y en cafetales; los ingenieros salidos de una entonces joven Escuela de Minas, en donde ya se enseñaban lecciones de Ingeniería Industrial; y un admirable Presidente de la República llamado Rafael Reyes Prieto, quien gobernó de 1904 a 1909. Ese país tenía en aquella época (1905), poco más de 4 millones de habitantes, y acababa de salir de una espantosa guerra civil.
Como es natural, las primeras fábricas en ese primer tercio de siglo eran las que producían bienes de consumo final para uso personal y para uso doméstico. Aquello se hizo con capitales nacionales que no sacaban sus utilidades a países extranjeros (como se usa hacer hoy), sino que eran reinvertidos en crecer y diversificar las empresas. Prácticamente toda esa actividad fabril se concentraba en una ciudad llamada Medellín y en sus poblaciones vecinas, y por eso esta ciudad mereció ser llamada, hasta mediados del siglo XX, “la ciudad industrial de Colombia”. En la época de los años veinte, Medellín era notoria en Colombia por su actividad industrial, como solo lo eran Monterrey en Méjico y Sao Paulo en Brasil.
A lo largo del siglo XX, hubo tres factores poderosos que impulsaron continuadamente la industrialización de Colombia: el crecimiento demográfico, la electrificación y el desarrollo cafetero. Las dos guerras mundiales (1914-1918 y 1939-1945) también propiciaron ese proceso, obligando a fabricar en el país productos que entonces escaseaban debido a los conflictos.
Otro gran Presidente gobernó a Colombia de 1922 a 1926. Fue el Ingeniero y General Pedro Nel Ospina Vásquez. Durante su gobierno el país progresó económica y tecnológicamente como si lo hubiera hecho durante varios decenios: construyó 850 km de ferrocarriles, 250 km de carreteras, 1.000 km de líneas telegráficas, cables aéreos, numerosos edificios nacionales, estimuló la navegación fluvial de varios ríos, fomentó la mecanización agrícola, impulsó el desarrollo minero, etc., etc. Y sobre todo, Ospina dio estímulo y protección arancelaria a la industrialización de todo el país; y así surgieron, gracias a sus políticas de fomento: fábricas textileras, metal-mecánicas y de alimentos en Antioquia; ingenios azucareros en el Valle del Cauca y en la Costa; tabacaleras y de alimentos en Santander, y talleres ferroviarios en otras ciudades.
Desde 1930 hasta 1935 el país y toda su economía sufrieron los desastres de la Gran Crisis Económica Mundial. Fue el gran Presidente Enrique Olaya Herrera quien rescató a Colombia de ese colapso, ayudado por un lujoso trío de ministros antioqueños, y adherido resueltamente a las teorías y a las políticas económicas de Sir John Maynard Keynes. De 1934 a 1938, Alfonso López Pumarejo, el Grande, completó esa obra y puso al país de nuevo sobre los carriles del desarrollo industrial, social, laboral y tecnológico. Las espléndidas reformas políticas, económicas, fiscales y educativas de la “Revolución en marcha”, en 1936, fueron una muestra clara de cómo la industrialización es un poderoso proceso que estimula el adelanto social y político desde que aquélla marche orientada por un pensamiento político reformista y progresista.
Desde 1938 hasta 1970 hubo otros pocos grandes presidentes: Eduardo Santos Montejo (1938-1942), otra vez López Pumarejo (1942-1945), Mariano Ospina Pérez (1946-1950), Gustavo Rojas Pinilla (19531957), Rubén Piedrahita Arango (1957-1958), Alberto Lleras Camargo 1958-1962) y Carlos Lleras Restrepo (1966-1970). No es casualidad que entre ellos figuren tres ingenieros que fueron Ospina, Rojas y Piedrahita. En aquellos tiempos los mejores ingenieros civiles podían actuar con acierto como buenos Ingenieros Industriales.
En 1938 el país ya tenía 8,7 millones de habitantes. Los 5 años y medio que duró la Segunda Guerra Mundial (fin de 1935 a mayo de 1945), forzaron a implantar un gran número de nuevas producciones, nuevas fábricas, nuevos métodos y nuevas tecnologías. Todo ello se hizo exitosamente, gracias a la gestión tecnológica, administrativa y económica de ingenieros, técnicos, administradores y obreros colombianos, casi sin aportes extranjeros. En 1945 el sector de la industria generaba ya el 15% del PIB del país.
El decenio de 1945 a 1955 fue un continuado proceso de ampliación de empresas, de sustitución de importaciones, de inversión en equipos industriales y de diversificación de producciones. Mientras tanto la población empezaba a aumentar al paso vertiginoso del 3,5% anual compuesto. Así que mientras en 1951 se contaron 11,5 millones de personas en el país, en 1964 se censaron 17,4 millones. Solamente el muy vigoroso proceso de desarrollo industrial y económico general de esa época, permitió sostener el crecimiento fiscal que el país exigió para su crecimiento material, y generar los grandes volúmenes de empleo necesarios para el alud de población joven que esa explosión de población produjo. El censo de 1973 encontró 22,8 millones de pobladores, y como el país crecía velozmente, en 1985 llegaría a 30 millones. El sector industrial producía el 20% del PIB nacional.
Omitamos el largo recuento de la extensa, profusa e intensa industrialización que vivió el país desde 1960 hasta 1990. Baste decir que fue impulsada por el vertiginoso crecimiento de la demanda interna, y apoyada por acertadas políticas de fomento, mediante instrumentos arancelarios, fiscales y financieros, más que todo ideados e institucionalizados en esa época por los dos presidentes Lleras. Fueron políticas que, a pesar de algunas equivocaciones de otros gobiernos, llevaron a la industria colombiana a tal nivel de modernidad y de pujanza que en 1990 el sector aportaba ya el 24% del PIB total del país, mientras el país albergaba 35 millones de pobladores.
Pero en 1990 cayó sobre Colombia un meteorito gigantesco, tan enorme y dañino como el que borró de la Tierra a los dinosaurios, hace 65 millones de años. En 1886 se había reunido en Washington un cónclave de banqueros-pirañas, con economistas cavernícolas y con gobernantes imperialistas que decidieron estrangular el desarrollo de los países latinoamericanos, a quienes dictaminaron una receta económica venenosa: derruir las protecciones arancelarias; vender las empresas estatales; arrebatarles a los trabajadores las prestaciones sociales conseguidas en decenios; privatizar los servicios públicos; vender o liquidar los bancos oficiales; suprimir todas las políticas y las instituciones de fomento, y otros varios despropósitos. En ese momento, el sector industrial estaba aportando el 24% del PIB del país, y crecía vivamente. Y en ese momento asumió el poder de Colombia un gobierno que se dedicó a enriquecer a los grupos financieros más opulentos; a vender a menosprecio los bancos, las empresas y el sistema eléctrico del país; y, en general, a aplicar rabiosamente las órdenes de los déspotas crematísticos anti-colombianos del extranjero. La agricultura, que abarcaba 4 millones de hectáreas al caer la centella de Washington, entró en un desastroso retroceso que la mutiló hasta solo 3 millones de hectáreas.
Este modelo “neo-liberal”, “manchesteriano”, de “laissez faire” o de “sálvese quien pueda”, ha enriquecido escandalosamente a los grupos multibillonarios; ha entregado gran parte de las empresas y de los recursos del país a parásitos explotadores extranjeros; ha empobrecido a millones de los colombianos más pobres (en 2010 el índice de Gini llegó a 58,5%, el peor en América Latina, después de Haití), y ha desmantelado sistemáticamente a la agricultura y a la industria nacionales. Entre 1990 y 1995 el desarrollo industrial se paralizó, y desde entonces se convirtió en un severo retroceso. En los últimos 20 años el acelerado proceso de desindustrialización ha mutilado el aporte del sector fabril al PIB nacional hasta la paupérrima cifra de 11%, que era lo que marcaba en los años posteriores a la Gran Crisis de los años treinta. Es decir, que el funesto modelo del Consenso de Washington, secundado por gobiernos serviciales ante intereses extranjeros, han hecho retroceder a Colombia, al menos en este sentido, en algo así como ochenta años.”
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Hasta aquí llegaría el relato de un expositor informado, sobre lo que fue el ascenso de nuestra industria, desde 1905 hasta 1990, y sobre su desplome desde 1995 hasta hoy. Yo espero que ya todo haya pasado en un futuro cercano, y que pronto Colombia vuelva a ser el país progresista y autónomo que fue, y que vuelva a ser gobernado por Presidentes eminentes, como los que propulsaron eficazmente nuestra industrialización durante casi un siglo, y cuyos nombres eminentes ya mencioné.
No me complace presentar ante Uds. esta verídica historia, mitad gloriosa y mitad humillante. En total, es una historia cruelmente frustránea. Pero lo hago por tres razones potísimas: 1) porque ni los medios de comunicación, ni las clases dirigentes, ni el sistema educativo están denunciando este tremendo fracaso histórico, 2) porque es un deber ético de quien descubre un gran daño contra Colombia, el denunciarlo ante quienes lo oigan, 3) porque veo entre Uds. a muchos colegas jóvenes que necesitan conocer esta historia, y creo que ellos habrán de asumir la gran tarea de corregir esta involución perversa, que cubrió un siglo de la historia de nuestra Patria.