ÁLVARO MUTIS – IN MEMORIAM
Director: Santiago Mutis Durán, Juan Manuel Roca, Carmen Escobar, Carlos E. Naranjo
Álvaro Mutis
( Bogotá 1925 – México 2013)
“La espera gratuita de una gran dicha que hierve y se prepara en la sangre.” A. M.
En la primera e incompleta edición de su libro Reseña de los Hospitales de Ultramar, que apareciera con el nombre cambiado y sin las ilustraciones que le hizo su amigo de entonces Fernando Botero, Álvaro Mutis trae al final una nota, eliminada en la edición definitiva, en la que nos entera de que una parte de ese texto se escribió en Colombia, otra en Ciudad de México y otra más “en el edificio de oscuro tezontle” de Lecumberri; habrá también una posterior a esta primera edición del libro, realizado por Jorge Gaitán Durán como separata de su revista Mito (núm. 26, Bogotá 1959), donde ya algunos de estos poemas habían sido publicados, y sobre los cuales escribió Octavio Paz (1959):
“En el último número de Mito se publicaron algunos fragmentos de Memoria de los hospitales de ultramar, de Álvaro Mutis. Hace algunos años había leído otro libro de este joven poeta: Los elementos del desastre. Aquel delgado volumen me impresionó. Por encima de las influencias y de los ecos, o mejor dicho, por debajo, abriéndose paso entre las aguas suntuosas y espesas de esa retórica que viene del mejor Neruda, no era difícil reconocer la voz de un verdadero poeta. Y agrego, un poeta de la estirpe más rara en español: rico sin ostentación y sin despilfarro. Necesidad de decirlo todo y conciencia de que nada se dice. Amor por la palabra, desesperación ante la palabra, odio a la palabra: extremos del poeta. Gusto del lujo y gusto de lo esencial, pasiones contradictorias pero que no se excluyen y a las que todo poeta debe sus mejores poemas…
“Hemos estado allí, en el Hospital de los soberbios, donde padecen incurables enfermedades los que manejan los asuntos de la ciudad…
“La moral, en el sentido profundo de la palabra, interviene más de lo que se piensa en la creación artística… Amor, entrega a la obra, arrojo, integridad espiritual… Es el momento de la gran desnudez y, también, del apogeo de la forma. Lujo y agonía: ceremonia de la catástrofe, rito del desastre… La máscara solar del poeta esconde un rostro comido por la muerte… Forma es vida. La falta de forma del mundo moderno es ausencia de verdadera vida… En nuestros días la misión del poeta consiste en convocar a los viejos poderes, revivir la liturgia verbal, decir la palabra de vida. (Incluido en Puertas al campo, O. Paz, México: U.N.A.M, 1966, ps. 107 a 111).
Y así presentó el mismo Mutis aquellos poemas suyos:
“Los siguientes fragmentos pertenecen a un ciclo de relatos y alusiones tejidos por Maqroll el Gaviero en la vejez de sus años, cuando el tema de la enfermedad y de la muerte rondaba sus días y ocupaba buena parte de sus noches, largas de insomnio y visitadas de recuerdos.
“Con el nombre de Hospitales de Ultramar cubría el Gaviero una amplia teoría de males, angustias, días en blanco en espera de nada, vergüenzas de la carne, faltas de amistad, deudas nunca pagadas, semanas de hospital en tierras desconocidas curando los efectos de largas navegaciones por tierras y aguas emponzoñadas y climas malignos, fiebres de la infancia, en fin, todos esos pasos que da el hombre usándose para la muerte, gastando sus fuerzas y bienes para llegar a la tumba y terminar encogido en la ojera de su propio desperdicio. Esos eran para él sus Hospitales de Ultramar.”
No es tanto, comenta O. Paz, un mundo físico como un paisaje moral: un “paisaje espiritual y físico… insoportable”.
De Reseña de los Hospitales de Ultramar, libro bello y terrible, hemos tomado el “Pregón de los Hospitales”. Los otros poemas escogidos pertenecen a sus libros Los elementos del desastre (Buenos Aires 1953), de donde reproducimos, entre otros, el fragmento “Las batallas”, publicado inicialmente como poema independiente en 1948, donde dice que formará parte del libro “El húsar”, que terminó siendo el título del largo poema al cual hoy pertenece; a Los trabajos perdidos (México 1965), Caravansary (México 1981) y a Los emisarios (México 1984). El texto poético “La creciente”, escrito aproximadamente a sus 23 años, bien podría haber dado inicio a su poesía, pero no formó parte de su obra sino hasta 1981, cuando se incluyó en el libro Poesía y prosa de Álvaro Mutis, publicado en Bogotá. Del Diario de Lecumberri —escrito en forma de visitaciones: la de la lluvia, la del miedo, la de la avaricia, la de la libertad y la de la muerte— hemos tomado uno de sus cinco capítulos.
Con el título de “Intermedio…”, tomado seguramente del periodismo de Eduardo Zalamea, Álvaro Mutis intercaló en su columna periodística semanal del diario mexicano Novedades una breve serie de viñetas históricas en las que recrea literariamente ciertos momentos de la vida —y la muerte— de Europa, México, Medio Oriente, las letras y la música, como este “Intermedio en Viana” sobre el asesinato de César Borgia— dedicado a su hermano Leopoldo—, que no fue incluido al reunirse en Colombia su obra, escrita hasta la fecha de 1985, en sendos tomos de poesía y prosa, por haberse convertido en uno de los poemas de su libro Los emisarios: “Funeral en Viana”, dedicado a la memoria de Ernesto Volkening.
En este brutal episodio pareciera que Mutis concibe la historia como otra creciente, turbulenta y ebria de energía, de desorden y caos, sin dirección alguna, envilecida hoy por la noción calvinista de progreso, que la hará aberrante y conducirá al abismo. Podríamos decir entonces que su texto “La creciente” expresa su concepción de la Historia, así como en “Intermedio en Viana” está su concepción de la Naturaleza.
“No me interesa la historia como proceso de desarrollo… me interesa el destino de los hombres”. La ciega energía de su creciente tendrá para Mutis remansos de sabiduría, e incluso de esperanza cuando aparece una “noción del hombre despojada de sombras, ennoblecida”, que suspende su “vocación de muerte”. De César Borgia, personalidad del Renacimiento que fuera el modelo de El príncipe de Maquiavelo, dice: “jamás engañó sobre sus intenciones… bien claras y simples: obtener el poder y conservarlo a toda costa”. Del colaboracionista y suicida Drieu La Rochelle: Jugó “con todas las cartas sobre la mesa”.
El escritor Jorge Eliécer Ruiz, miembro del grupo de trabajo de la revista Mito y de la dirección editorial del Instituto Colombiano de Cultura que incluyó el libro de Poesía y prosa de Mutis en la «Biblioteca Básica Colombiana»—abruptamente liquidada por Moisés Melo y Amparo Sinisterra—, había escrito en 1954:
«Para un temperamento racional… la poesía es una realidad chocante. Es un escamoteo de las reglas naturales, una manera triunfante de evadir los esquemas ordenados y fáciles que se han trazado para el discurso del cosmos. Suele representar hasta un entorpecimiento de la realidad.
“Pero en una época impropicia para las comodidades del orden, en que los resortes de la realidad se han relajado, y un azaroso destino preside la mayoría de los órdenes de la vida, el hombre racional suele cambiar en su inteligencia el miedo del mundo y la esperanza.
“En la primera condición entrega todos sus favores al cultivo de las ciencias más precisas y la conciencia matemática es el único sueño que domina su alma. Si de sueños puede hablarse en tales circunstancias. En la segunda las orgías de la imaginación, los sueños de la inteligencia y un aguzado sentido del dolor y de la incomodidad en el mundo —que ya no es patria de los hombres— se combinan para producir una conciencia exaltada y lúcida.
“Si la esperanza domina sobre el miedo y sobre cualquier consideración metafísica de la materia del hombre, se produce, entonces, una poesía dolorida, atravesada por las mil saetas de los tiempos, pero afincada sobre una realidad trascendente que le confiere un matiz de seguridad y de consuelo. Tras el «vanitas vanitatum…» proferido con aterradora insistencia se adivina, no obstante, cierto aire de plenitud emanado de la consideración de las divinidades.
“Mas cuando el miedo ha hecho presa de tal manera del alma del hombre que este desconfía de sus virtudes, y las niega, no tiene otro recurso que transcribir la realidad tal como aparece a su mirada, presa del espanto del mundo. Vuelve a imperar el primitivo sentimiento de que nombrando las cosas se cobra poder sobre ellas. De esta manera la poesía se convierte en un conjuro donde la enumeración caótica de los elementos prima sobre todo sentido de la ordenación y de la jerarquía…
“Estas consideraciones se me ocurren en un intento por situar Los elementos del desastre… dentro del cuadro de la moderna poesía… Aquí la materia es el elemento primordial del poema, la materia desnuda, chocante, que rechaza cualquier alianza con calidades del espíritu o con calificativos morales…
“Poesía desconsolada y caótica, arraigada en los elementos más naturales y densos, que teme aventurar una sola moneda en el platillo de la esperanza.
“… condenadas las vanidades de la salvación, ha encontrado que la verdadera poesía, la que nombra y que no alcanza, está en el caos de los elementos, en la tupida trabazón de las materias sobre que se ejercita el filo de las horas…”
También Ramón Vinyes, Aurelio Arturo, Gabriel García Márquez, Hernando Téllez… escribieron, hace 40, 50 ó 60 años, francas celebraciones de su irrupción en la literatura colombiana. De ellos tomamos el escrito de Héctor Rojas Herazo, que no formó parte de la más o menos reciente compilación de sus magníficos ensayos y textos periodísticos. Dice Rojas Herazo:
“… esta poesía vibra como una lanza recién clavada. Participa, por igual, del deseo de adentrarse profundamente en la cálida movilidad de su objetivo o de caer, inútil, a su costado Y su vibración es su medida y la nuestra. Está vibrando. Ha dado en su destino y tiembla con el gozo, extraño y terrible…
“Por eso la novedad de sus palabras. Por la vejez de que vienen cargadas. Son colectoras de una antiquísima vendimia. No son de ahora ni de allá, de un preciso sitio geográfico o de un determinado además de la conciencia. Son de todas partes y de siempre. Pero fúlgidas, enceguecedoramente nuevas, porque, al final, han atravesado una nueva comarca humana. De allí el esplendor casi mítico de esta poesía. Y, también la fluencia, la complejidad de su carácter y la riqueza de sus contornos. Es lo que nos queda de un hombre, cuando se propone probar —en un plano de peligrosísima exigencia estética—la potencia de sus sentidos”.
Sentidos educados por el río, las suntuosas aguas de las tierras cálidas, que ha puesto en movimiento toda su poesía: “Si pudiéramos hundir las manos en sus poemas, sentiríamos la fuerza de la corriente.” Razón por la cual muchos de sus poemas corren en prosa.
De Los elementos del desastre
“2004”
I
Escucha Escucha Escucha
la voz de los hoteles, de los cuartos aún sin arreglar,
los diálogos en los oscuros pasillos que adorna
una raída alfombra escarlata por donde se apresuran los sirvientes que salen
al amanecer como espantados murciélagos.
Escucha Escucha Escucha
los murmullos en la escalera;
las voces que vienen de la cocina,
donde se fragua un
agrio olor a comida que muy pronto
estará en todas partes, el ronroneo de los ascensores.
Escucha Escucha Escucha
a la hermosa inquilina del «204», que
despereza sus miembros y se queja y
ectiende su viuda desnudez sobre la cama.
De su cuerpo sale un vaho tibio de campo
recién llovido.
¡Ay qué tránsito el de sus noches tremolantes
como las banderas en los estadios!
Escucha Escucha Escucha
el agua que gotea en los lavatorios, en las
gradas que invade un resbaloso y
maloliente verdín. Nada hay sino una
sombra, una tibia y espesa sombra que todo lo cubre.
Sobre esas losas —cuando el mediodía siembre
de monedas el mugriento piso—
su cuerpo inmenso y blanco sabrá
moverse, dócil para las lides del tálamo y
conocedor de los más variados caminos.
El agua lavará la impureza y renovará las
fuentes del deseo.
Escucha Escucha Escucha
a la incansable viajera, ella abre las ventanas
y aspira el aire que viene de la calle.
Un desocupado la silba desde la acera del frente
y ella estremece sus flancos en respuesta
al incógnito llamado.
II
De la ortiga al granizo del granizo al terciopelo
del terciopelo a los orinales
de los orinales al río
del río a las amargas algas
de las algas amargas a la ortiga
de la ortiga al granizo
del granizo al terciopelo
del terciopelo al hotel
Escucha Escucha Escucha
la oración matinal de la inquilina
su grito que recorre los pasillos y despierta despavoridos a los durmientes,
el grito del «204»:
¡Señor, Señor, por qué me has abandonado!
Oración De Maqroll
Tu as marché par les rues de chair.
RENÉ CREVEL, «Babylone»
No está aquí completa la oración de Maqroll el Gaviero.
Hemos reunido sólo algunas de sus partes más salientes, cuyo uso cotidiano recomendamos a nuestros amigos como antídoto eficaz contra la incredulidad y la dicha inmotivada.
Decía Maqroll el Gaviero:
¡Señor, persigue a los adoradores de la blanda serpiente!
Haz que todos conciban mi cuerpo como una fuente inagotable de tu infamia.
Señor, seca los pozos que hay en mitad del mar donde los peces copulan sin lograr reproducirse.
Lava los patios de los cuarteles y vigila los negros pecados del centinela. Engendra, Señor, en los caballos la ira de tus palabras y el dolor de viejas mujeres sin piedad.
Desarticula las muñecas.
Ilumina el dormitorio del payaso, ¡Oh Señor!
¿Por qué infundes esa impúdica sonrisa de placer a la esfinge de trapo que predica en las salas de espera?
¿Por qué quitaste a los ciegos su bastón con el cual rasgaban la densa felpa de deseo que los acosa y sorprende en las tinieblas?
¿Por qué impides a la selva entrar en los parques y devorar los caminos de arena transitados por los incestuosos, los rezagados amantes, en las tardes de fiesta?
Con tu barba de asirio y tus callosas manos, preside ¡Oh fecundísimo! la bendición de las piscinas públicas y el subsecuente baño de los adolescentes sin pecado.
¡Oh Señor! recibe las preces de este avizor suplicante y concédele la gracia de morir envuelto en el polvo de las ciudades, recostado en las graderías de una casa infame e iluminado por todas las estrellas del firmamento.
Recuerda Señor que tu siervo ha observado pacientemente las leyes de la manada.
No olvides su rostro.
Amén.
el Húsar
V. las batallas
Cese ya el elogio y el recuento de sus virtudes y el canto de sus hechos. Lejana la época de su dominio, perdidos los años que pasaron sumergidos en el torbellino de su ansiosa belleza, hagamos el último intento de reconstruir sus batallas, para jamás volver a ocuparnos de él, para disolver su recuerdo como la tinta del pulpo en el vasto océano tranquilo.
1
La decisión de vencer lo lleva sereno en medio de sus enemigos que huyen como ratas al sol y antes de perderse para siempre vuelven la cabeza para admirar esa figura que se yergue en su oscuro caballo y de cuya boca salen las palabras más obscenas y antiguas.
2
Huyó a la molicie de las Tierras Bajas. Hacia las hondas cañadas de agua verde, lenta con el peso de las hojas de carboneros y cámbulos –negra substancia fermentada–. Allí tendido se dejó crecer la barba y padeció fuertes calambres de tanto comer frutas verdes y soñar incómodos deseos.
3
Un mostrador de cinc gastado y húmedo retrató su rostro ebrio y descompuesto. La revuelta cabeza de cabellos sucios de barro y sangre golpeó varias veces las desconchadas paredes de la estancia hasta descansar, por una corta noche, en el rezago de una paciente y olvidada mujerzuela.
4
El nombre de los navíos, la humedad de las minas, el viento de los páramos, la sequedad de la madera, la sombra gris en la piedra de afilar, la tortura de los insectos aprisionados en los vagones por reparar, el hastío de las horas anteriores al mediodía cuando aún no se sabe qué sabor intenso prepara la tarde, en fin, todas las materias que lo llevaron a olvidar a los hombres, a desconfiar de las bestias y a entregarse por entero a mujeres de ademanes amorosos y piernas de anamita; todos estos elementos lo vencieron definitivamente, lo sepultaron en la gruesa marea de poderes ajenos a su estirpe maravillosa y enérgica.
De Reseña de los Hospitales de Ultramar
Pregón De lOs HOsPitales
¡Miren ustedes cómo es de admirar la situación privilegiada de esta gran casa de enfermos!
¡Observen el dombo de los altos árboles cuyas oscuras hojas, siempre húmedas, protegidas por un halo de plateada pelusa, dan sombra a las avenidas por donde se pasean los dolientes!
¡Escuchen el amortiguado paso de los ruidos lejanos, que dicen de la presencia de un mundo que viaja ordenadamente al desastre de los años, al olvido, al asombro desnudo del tiempo!
¡Abran bien los ojos y miren cómo la pulida uña del síntoma marca a cada uno con su signo de especial desesperanza!; sin herirlo casi, sin perturbarlo, sin moverlo
de su doméstica órbita de recuerdos y penas y seres queridos, para él tan lejanos ya y tan extranjeros en su
territorio de duelo.
¡Entren todos a vestir el ojoso manto de la fiebre y conocer el temblor seráfico de la anemia o la transparencia cerosa del cáncer que guarda su materia muchas noches, hasta desparramarse en la blanca mesa ilumina-
da por un alto sol voltaico que zumba dulcemente!
¡Adelante señores!
Aquí terminan los deseos imposibles:
el amor por la hermana, los senos de la monja, los juegos en los sótanos, la soledad de las construcciones, las piernas de las comulgantes, todo termina aquí, señores.
¡Entren, entren!
Obedientes a la pestilencia que consuela y da olvido, que purifica y concede la gracia. ¡Adelante! Prueben la manzana podrida del cloroformo, el blanco paso del éter, la montera niquelada que ciñe la faz de los
moribundos,
la ola granulada de los febrífugos, la engañosa delicia vegetal de los jarabes, la sólida lanceta que libera el último coágulo, negro ya y poblado por los primeros signos de la transformación.
¡Admiren la terraza donde ventilan algunos sus males como banderas en rehén! ¡Vengan todos, feligreses de las más altas dolencias!
¡Vengan a hacer el noviciado de la muerte, tan útil a muchos, tan sabio en dones que infestan la tierra y la preparan!
Alejandro Obregón, Gabriel García Márquez y Álvaro Mutis.
De Los trabajos perdidos
Nocturn
Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales. Sobre las hojas de plátano, sobre las altas ramas de los cámbulos,
ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y vastísima que crece las acequias y comienza a henchir los ríos que gimen con su nocturna carga de lodos vegetales. La lluvia sobre el cinc de los tejados canta su presencia y me aleja del sueño hasta dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego, en la noche fresquísima que chorrea por entre la bóveda de los cafetos y escurre por el enfermo tronco de los balsos gigantes. Ahora, de repente, en mitad de la noche ha regresado la lluvia sobre los cafetales y entre el vocerío vegetal de las aguas me llega la intacta materia de otros días salvada del ajeno trabajo de los años.
De Caravansary
caravansary
Para Octavio y Marie Jo
1
Están mascando hojas de betel y escupen en el suelo con la monótona regularidad de una función orgánica. Manchas de un líquido ocre se van haciendo alrededor de los pies nervudos, recios como raíces que han resistido el monzón. Todas las estrellas allá arriba, en la clara noche bengalí, trazan su lenta trayectoria inmutable. El tiempo es como una suave materia detenida en medio del diálogo. Se habla de navegaciones, de azares en los puertos clandestinos, de cargamentos preciosos, de muertes infames y de grandes hambrunas. Lo de siempre. En el dialecto del Distrito de Birbhum, al Oeste de Bengala, se ventilan los modestos negocios de los hombres, un sórdido rosario de astucias, mezquinas ambiciones, cansada lujuria, miedos milenarios. Lo de siempre, frente al mar en silencio, manso como una leche vegetal, bajo las estrellas incontables. Las manchas de betel en el piso de tierra lustrosa de grasas y materias inmemoriales, van desapareciendo en la anónima huella de los hombres. Navegantes, comerciantes a sus horas, sanguinarios, soñadores y tranquilos.
De Los emisarios
tríPticO De la alHaMbra
III. en la alcazaba
El desnudo rigor castrense de estos muros, tintos de herrumbre y llaga, sin inscripciones que celebren su historia, mudos en el adusto olvido de anónimos guerreros, sólo consigue evocar la rancia rutina de la guerra, esa muerte sin rostro, ese cansado trajín de las armas, las mañanas a la espera de las huestes africanas, cuya algarabía ensordece y abre paso a un pánico que pronto ha de tornarse vértigo de ira sin esclusas y así hasta cuando llega la noche sembrada de hogueras, relinchos y susurros que prometen para el alba un nuevo y fastidioso trasiego con la sangre que escurre en el piso como una savia lenta, como un torpe y viscoso camino de infortunio. Y un día un aroma de naranjos, las voces de mujeres que bajan al río para lavar sus ropas y bañarse, el vaho que sube de las cocinas y huele a cordero, a laurel y a especias capitosas, el sol en las almenas y el jubiloso restallar de las insignias, anuncian el fin de la brega y el retiro de los imprevisibles sitiadores. Y así un año y otro año y un siglo y otro siglo, hasta dejar en estos aposentos, donde resuena la voz del visitante en la húmeda penumbra sin memoria, en estos altos muros oxidados de sangre y liquen y ajenos también e indescifrables, esa vaga huella de muchas voces, de silencios agónicos, de nostalgias de otras tierras y otros cielos, que son el pan cotidiano de la guerra, el único y ciego signo del soldado que se pierde en el vano servicio de las armas, pasto del olvido, vocación de la nada.
la creciente
Al amanecer crece el río, retumban en el alba los enormes troncos que vienen del páramo.
Sobre el lomo de las pardas aguas bajan naranjas maduras, terneros con la boca bestialmente abierta, techos pajizos, loros que chillan sacudidos bruscamente por los remolinos.
Me levanto y bajo hasta el puente. Recostado en la baranda de metal rojizo, miro pasar el desfile abigarrado. Espero un milagro que nunca viene.
Tras el agua de repente enriquecida con dones fecundísimos se va mí memoria.
Transito los lugares frecuentados por los adoradores del cedro balsámico, recorro perfumes, casas abandonadas, hoteles visitados en la infancia, sucias estaciones de ferrocarril, salas de espera.
Todo llega a la tierra caliente empujado por las aguas del río que sigue creciendo: la alegría de los carboneros, el humo de los alambiques, la canción de las tierras altas, la niebla que exorna los caminos, el vaho que despiden los bueyes, la plena, rosada y prometedora ubre de las vacas.
Voces angustiadas comentan el paso de cadáveres, monturas, animales con la angustia pegada en los ojos.
Los murciélagos que habitan la Cueva del Duende huyen lanzando agudos gritos y van a colgarse a las ramas de los guamos o a prenderse de los troncos de los cámbulos. Los espanta la presencia ineluctable y pasmosa del hediondo barro que inunda su morada.
Sin dejar de gritar, solicitan la noche en actitud hierática.
El rumor del agua se apodera del corazón y lo tumba contra el viento. Torna la niñez…
¡Oh juventud pesada como un manto!
La espesa humareda de los años perdidos esconde un puñado de cenizas miserables.
La frescura del viento que anuncia la tarde, pasa velozmente por encima de nosotros y deja su huella opulenta en los árboles de la «cuchilla».
Llega la noche y el río sigue gimiendo al paso arrollador de su innúmera carga.
El olor a tierra maltratada se apodera de todos los rincones de la casa y las maderas crujen blandamente.
De cuando en cuando, un árbol gigantesco que viajara toda la noche, anuncia su paso al golpear sonoramente contra las piedras.
Hace calor y las sábanas se pegan al cuerpo. Con el sueño a cuestas, tomo de nuevo el camino hacia lo inesperado en compañía de la creciente que remueve para mí los más escondidos frutos de la tierra.
(1947)
interMeDiO en viana
Para mi hermano Leo
Había llegado para apoyar a su cuñado el rey de Navarra, Juan de Albret, en su lucha contra Fernando el Católico. En el palacio real de Pamplona, entre imprecaciones y nerviosas zancadas con las que cruza aposentos y salones, va organizando un ejército que ha de salir en una expedición destinada a rescatar el castillo de Viana, pequeño burgo entre el Ebro y las estribaciones de la sierra cantábrica, que está en poder del conde de Lerins, Luis de Beaumont, aliado del Rey de Aragón.
Nuevos bríos, otra vez ese brillo felino en la mirada y esa ebriedad que le comunican siempre el ruido de las armas, la fiebre de las batallas, la sangre, las armaduras bellamente cinceladas, el piafar de los caballos, el restallido mortal de las ballestas. El oficio de la guerra, el oficio de la muerte, donde siente batir de lleno su corazón que sólo encuentra solaz y dicha en el ejercicio total del poder alcanzado con las armas y la astucia que no para mientes ni en los medios, ni en el número, ni en el dolor de las víctimas.
Llegan a Viana al anochecer y rodean los muros de la fortaleza. Siente como un retorno febril de toda la destreza y la furia eficaz de sus años de juventud. Los sitiados intentan una salida y son pasados a cuchillo en pocos momentos. Llega la noche. El tintineo de las armas, el relinchar de las bestias, los diálogos de los soldados que husmean ya el botín al alcance de sus manos, le impiden dormir.
Los ruidos se van acallando. El sueño vence a los bulliciosos y el cansancio hace cabecear a los centinelas. Sólo él vela por causa de la sangre que corre vertiginosa por sus venas, en espera del alba, cuando dará el asalto final para aplastar al insolente francés que se ha atrevido a pisar la tierra del hermano de su esposa, la sagrada e intocable herencia de los suyos. Suena una alerta. Los sitiados, al amparo de las primeras horas del alba, cuando la lluvia cae en la lechosa oscuridad, sin ruido y sin pausa, intentan una acción desesperada.
El duque se pone de prisa su armadura y monta su caballo al que espolea furiosamente mientras lanza alaridos y órdenes, que se van perdiendo a lo lejos. Avanza solo contra el enemigo. De repente, caen sobre él, diez, veinte, cuarenta lanzas que lo rodean y tratan de arrojarlo de su montura. Lucha como una bestia acosada y se mantiene en la silla hasta cuando el caballo cae muerto. En tierra, sigue luchando, la espada en una mano, el puñal en la otra. Las heridas se abren en su cuerpo como sordas flores de un púrpura furioso. «¡No son prous, mal parits!» («¡No son bastantes, mal nacidos!») Grita en lengua catalana. El idioma de su sangre. Un lanzazo bajo la axila lo echa por tierra. Allí es acribillado, desfigurado, descuartizado por el terror de sus enemigos que siguen bajo la impresión de un coraje sin medida, de un vigor sobrehumano, que se les enfrentó más allá de todo lo que pueden recordar en su atribulada vida de soldados.
Así murió César Borgia, duque de Valentinois. Al recibir su cuñado el cadáver, de manos del de Beaumont, se le contaron veintitrés heridas. Fue sepultado en la Iglesia de Santa María de Viana. Años después, la tumba fue violada y los restos sepultados bajo los peldaños de un pequeño atrio del mismo edificio. El sosiego no había sido hecho para César, ni siquiera para sus despojos de guerrero infatigable. Su hermana Lucrecia, a la que amó sin medida, conserva por un tiempo en la corte de Ferrara, la esperanza de que la noticia sea falsa. El escudero del Duque se encargó en persona de disuadirla. Lo lloró, inconsolable, por el resto de sus días.
(1981)
DiariO De lecuMberry
III
Esta mañana vinieron a contarme que “Palitos” había muerto. Lo apuñalearon en su crujía a la madrugada. Como sabían que venía a verme y a conversar conmigo, y a sus compañeros les contaba que yo era su “generalazo” y que era “muy jalador” —en esto aludía a la facilidad con que lograba convencerme de sus complicados negocios de leche, café y cigarrillos—, algunos de ellos vinieron a traerme la noticia.
Fui a verlo por la tarde al estrecho cuartucho que en la enfermería usan como anfiteatro. Sobre una losa de granito estaba “Palitos”. Su cuerpo desnudo se estiraba sobre la lisa superficie en un gesto de vaga incomodidad, de insostenible rigidez, como hurtando el frío contacto de la piedra. Debajo, a sus pies, estaba el atado con sus ropas de preso, el uniforme azul, celeste ya por el uso, su cuartelera, sus botas de fajinero, y sobre la ajada página de una revista deportiva, sus objetos personales: una jeringa hipodérmica remendada con cáñamo y cera, una pequeña navaja, un retrato de Aceves Mejía con una dedicatoria impresa, un lápiz despuntado y una arrugada cajetilla de cigarrillos, casi vacía.
Me quedé mirándolo largo rato mientras un rojizo rayo de sol, tamizado por entre el polvo de Texcoco que flota en la tarde, se paseaba por la tensa piel de su delgado cuerpo al que las drogas, el hambre y el miedo habían dado una especial transparencia, una cierta limpieza, un trazo neto y sencillo que me hizo recordar el cuerpo de esos santos que se conservan debajo de los altares de algunas iglesias, en cajas de cristal con polvosas molduras doradas.
Allí estaba “Palitos”, más joven aún de lo que pareciera en vida, casi un niño. Libre ya de la desordenada angustia de sus días y del uniforme que le quedaba grande y le hacía ver más desdichado, mostraba en la desnudez de su cadáver cierto secreto testimonio de su ser que en vida no le fuera dado transmitir y cuya expresión buscara acaso por los caminos de la heroína en los cuales se perdiera irremediablemente. La boca le había quedado semiabierta, en un gesto parecido al de los asmáticos que buscan afanosamente el aire; pero al mirarle de cerca se advertía un repliegue del labio superior que descubría una parte de sus dientes. Una mezcla de sonrisa y sollozo semejante al espasmo del placer. En el costado izquierdo mostraba una herida de gruesos labios por la que todavía manaba un hilillo de sangre negra con la consistencia del asfalto.
A los pocos días de mi llegada había aparecido de repente en mi celda con la mirada desencajada y un leve temblor en todo el cuerpo, como el que precede a la fiebre. Me explicó que estaba dispuesto a lavar mi ropa, a limpiarme el calzado, a ir a la tienda por café, y así siguió ofreciéndome una lista de servicios con la presurosa angustia de quien transmite un santo y seña o comunica un mensaje urgente. No se esperó a que yo le pidiera nada y, al verme dudar, desapareció como había entrado, dejando el eco de sus atropelladas palabras.“A ése téngale cuidado, compañero. Se llama «Palitos» y siempre está tramando alguna chingadera”, me dijo alguno. No me ocupé en pedir más detalles y ya lo había olvidado por completo cuando volvió a aparecer de repente en medio de mi siesta:
“Mi jefecito, le hacen falta unas cortinas para la ventana. Tengo un cuate que me vende unas retebaratas… a ver si las compra ¿no?”
“¿En cuánto?”, le pregunté. “Siete pesos, mi estimado. ¿Se las traigo?” Le di un billete de diez pesos y salió corriendo. No volvió en varios días. Le comenté el asunto a un compañero ducho en la vida diaria del penal. “Pero a quién se le ocurre ir a darle diez pesos y tragarse esa historia de las cortinas. ¿No sabe que «Palitos» necesita reunir cada día cerca de 16 pesos para comprar su droga y para ello se vale de cuanta argucia pueda imaginar su mente de hábil ratero?” Recordé entonces la mirada acuosa y vaga de sus grandes ojos asombrados por la urgencia de la droga, el temblor que le recorría el cuerpo, la atropellada rapidez con que hablaba, como quien libra una carrera contra el tiempo, que se va cerrando implacable sobre el débil ser que pide a gritos esa segunda vida, sin la cual no puede existir.
Algunas semanas más tarde volvió “Palitos” a visitarme. Había encontrado una mina inexplotada de ingenuidad y ni siquiera se molestó en explicarme lo sucedido con los diez pesos. Debía tener ya una dosis de heroína que le permitía actuar con relativa tranquilidad y le daba al mismo tiempo cierta disposición comunicativa de quien quiere conversar mientras le llega el sueño. Fue entonces cuando me contó su vida y nos hicimos amigos.
No recordaba a su madre ni tenía la más vaga idea de cómo había sido ni quién era. Su primer recuerdo eran las noches que pasaba debajo de una mesa de billar en un café de chinos. Allí dormía envuelto en periódicos recogidos en las calles y a la salida de los cines. Según él, tenía entonces seis años. A los ocho cuidaba un puesto de periódicos y revistas en Reforma, mientras el dueño iba a almorzar y a comer. Fue entonces cuando fumó por primera vez marihuana: “Me quitaba el hambre y me hacía sentir muy contento y muy valedor.” A los once fumaba ya seis cigarrillos diarios. Por ese tiempo entró a formar parte de una banda de carteristas que operaba en Madero y 5 de Mayo. Para “trabajar” necesitaba estar “grifo” y, a buena cuenta de los cigarrillos que se fumaba, servía a sus jefes con una habilidad y una rapidez que bien pronto le dieron fama. Un día cayó en una redada. Lo llevaron a la delegación de policía y allí lo examinó el médico. “Intoxicación aguda por narcóticos” fue el dictamen, y lo llevaron a un reformatorio de menores. De allí se escapó a los pocos meses y, escondido en un vagón de carga del ferrocarril, fue a dar a Tijuana.
Tijuana es la frontera. El paraíso de los narcotraficantes y los tahúres, el vasto burdel que opera día y noche al ruido ensordecedor de las sinfonolas y bajo las luces de mil avisos de neón. Tijuana es el absceso de fijación que hace posible el trabajo ordenado del resto de la rica región californiana y que permite que millones de americanos vayan a desahogar allí la tensión luterana de su conciencia y a probar los nefandos pecados cuyas maravillas les hacen adivinar los furiosos sermones de sus pastores. “Palitos”, por un ordenado azar de la vida, había caído en el justo medio donde podía consumirse con mayor y más eficaz rapidez.
Allí conoció una mujer —“mi jefa”— que lo usaba como cebo para los turistas interesados en something special al tiempo que como amante ocasional, cuando los dos caían semanas enteras en la ardua excitación de la heroína, de la que se sale como de una profunda zambullida. Ella fue la que le hizo probar el opio. Y aquí era de ver la mirada espantada de “Palitos” al recordar las pesadillas que le produjeran las primeras pipas. Tal como él lo narraba, parece que el poder de excitación del opio superaba su breve bagaje de imaginaciones y recuerdos sensoriales y, en lugar de proporcionarle placer alguno, le llenaba el sueño de pavorosos monstruos que lo agobiaban en el terror primario de lo desconocido, y le arrastraban los sentidos hacia comarcas tan lejanas de toda posibilidad de comparación con su mezquina experiencia, que, en lugar de ensancharle el territorio del ensueño se lo distorsionaban atrozmente. No resistió mucho tiempo y tuvo que dejar el opio y con él a su “jefa”, de la cual se llevó algunas cosas que fueron a parar a la tienda de empeño.
Al regresar a México volvió a entablar amistad con los carteristas, pero ya traía el prestigio de su viaje y el que le diera entre sus antiguos conocidos el haber vivido en Tijuana. Ya no trabajaba a cambio de droga. Cobraba en efectivo y compraba todas las dosis que le hacían falta. Sin ella no podía trabajar. Con ella adquiría una coordinación de movimientos y una velocidad de imaginación que lo hacían prácticamente invulnerable.
Hasta cuando un día planeó el golpe increíble, la jugada maestra. Compró unos pantalones de paño azul obscuro, una impecable camisa blanca y unos muy respetables zapatos negros. Se fue a unos baños turcos y de allí salió convertido en un pulcro muchacho de provincia, en uno de esos hijos consagrados que trabajan desde muy jóvenes para ayudar a sus padres y pagar el colegio de sus hermanas. La ascética expresión de su rostro le servía a la maravilla para completar el papel. Consiguió un maletín de esos que usan los agentes viajeros para guardar y exhibir las muestras de su mercancía, y con él en la mano entró a la más lujosa joyería de Madero. Esperó unos momentos a que el público se familiarizara con su presencia y, de pronto, con serenidad absoluta y seguros ademanes, comenzó a desocupar una vitrina del mostrador. Brazaletes de diamantes, relojes de montura de platino, anillos de esmeraldas, aderezos de zafiros, todo iba a parar al maletín de “Palitos”. Nadie sospechó algo anormal, todos creyeron que se trataba de renovar el muestrario de la vitrina y los empleados pensaron que sería un nuevo muchacho puesto a prueba por la gerencia. Cuando llenó su maletín, “Palitos” lo cerró cuidadosamente y se dirigió hacia la puerta con paso firme y tranquilo. En ese momento entraba el gerente de la firma, y por esa rara intuición que tienen los dueños de tales negocios cuando algo marcha mal, se lanzó sobre “Palitos”, le arrebató la maleta y lo puso en manos del detective de la joyería. Al hacer inventario del botín se calculó que valía cerca de tres millones de pesos. “Yo ya tenía la transa para venderlo todo por cinco mil pesos… Droga para dos meses, mi jefecito. ¡Me amolaron regacho!”
Cuando llegó a Lecumberri y pasó por el examen médico, fue asignado a la crujía “F”, la de los adictos a las drogas. Y allí esperaba el resultado de su proceso desde hacía tres años, durante los cuales se asimiló tan perfectamente a la vida de la crujía que, aunque le hubieran dejado libre, se habría ingeniado de manera de “echarse otro juzgado” para seguir allí.
Su delirante rutina comenzaba a las seis de la mañana. Vendía el pan del desayuno y la mitad del atole y con esto comenzaba a reunir la suma necesaria para proveerse de droga. Todas las malicias de la picaresca, todos los vericuetos de la astucia, todas las mañas del hampa, tenían que ser renovadas cada mañana en un esfuerzo gigantesco para lograr esa suma. Sin embargo, nunca le faltó “su mota y su tecata”, que son los nombres que en Lecumberri se les da a la marihuana y a la heroína.
Últimamente había logrado la productiva amistad de un afeminado “cacarizo” —como se llama a los presos que gozan de especiales prerrogativas a cambio de trabajos en las oficinas del penal— que le pagaba suntuosamente sus favores. En una riña causada por los celos de su protector, le habían dado esta mañana una certera puñalada en el corazón, en plena fila y mientras pasaban lista en la crujía. Se fue escurriendo ante los guardias que miraban asombrados el surtidor de sangre que le salía del pecho con intensidad que decrecía desmayadamente a medida que la vida se le escapaba en sombras que cruzaban su rostro de mártir cristiano.
Ahora, allí tendido, me recordó un legionario del Greco. La dignidad de su pálido cadáver color marfil antiguo y la mueca sensual de su boca, resumían con severa hermosura la milenaria “condición humana”.
Al tobillo le habían amarrado una etiqueta, como esas que ponen a los bolsos y carteras de mano de los viajeros de avión, en la cual estaba escrito a máquina: “Antonio Carvajal, o Pedro Moreno, o Manuel Cárdenas, alias: «Palitos». Edad: 22 años.” Y debajo, en letras rojas subrayadas: “Libre por defunción.”