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Hernán Díaz

1931-2009

 

Un fotógrafo profesional, inteligente, que vivió para la fotografía y de la fotografía, hasta su muerte.

“Su” primer libro fue colectivo: Alejandro Obregón, Eduardo Ramírez Villamizar, Guillermo Wiedemann, Edgar Negret, Fernando Botero, Enrique Grau y Marta Traba: Seis artistas contemporáneos colombianos, sin fecha de edición. Después vendría su amor por Cartagena, la gente negra…

Del retrato, Hernán Díaz escribió: “Si la persona a quien voy a hacerle un retrato está plena de sí misma, orgullosa de lo que es, de sus valores humanos, entonces el retrato resulta magnífico, irradia su alma al entorno, la atmósfera se nimba de su autenticidad.”

S.M.D.

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A Álvaro Cepeda lo hemos ocultado bajo desmesurados elogios, de documentalista, periodista, cineasta… de lo que aún nos faltan pruebas, lo mismo que de parrandero, vitalista, procaz y de exhibir un desmesurado desprecio por el mundo académico y por los cachacos, de Boyacá, Santander, Antioquia, Cundinamarca… y del resto del país, prejuicios que no sabemos qué tienen de memorables o qué tienen que ver con el arte, tampoco con el periodismo o con el cine, la política o la cultura.

Su breve, diáfana, humana y hermosa nota periodística sobre el pintor ocañerobarranquillero Noé León es antológica, razón por la que él la incluyó como cuento  –alterada hasta poner en peligro su transparente claridad– en su libro póstumo Los cuentos de Juana, en donde también se encuentra el guión no realizado “Las muñecas que hace Juana no tienen ojos”,  que el director de teatro Raúl Gómez Jattin llevó al escenario en la ciudad de Montería  con extraordinaria fuerza y plasticidad, texto que de alguna manera continúa su rara, vigorosa, compleja y deslumbrante novela la casa grande, famosa –y mal leída– por la presencia norteamericana –que aún no ha cicatrizado– de la compañía bananera y la matanza de sus trabajadores huelguistas por parte del ejército colombiano, pero la novela no narra únicamente este episodio sino que denuncia la oscura corriente de violencia y crueldad que recorre subterránea nuestra vida cotidiana, nuestra sexualidad, nuestra vida familiar y nuestra pobre mente aterida y astuta, y, por supuesto, nuestra miserable vida política. Una terrible, hórrida y gran novela, disminuida tras una denuncia histórica y una apología regional.

S.M.D.

ÁLVARO CEPEDA SAMUDIO

Padre: José Dolores Bastos

ArtesPadre: José Dolores Bastos Madre: Venancia León Noé León nació en Ocaña en 1907. Estudió hasta el cuarto de primaria. Vivió en su pueblo natal hasta la edad de 13 años. Luego se trasladó con sus padres a El Banco. Más tarde vivó en Gamarra y Santa Marta. De allí se vino a Barranquilla, en donde vive desde 1930.

Ocupaciones: Fue policía en Santa Marta, de 1924 a 1930. Policía también en Barranquilla, durante un año, del 30 al 31.

Desde pequeño le gustó la pintura: cuando estaba de guardia en sus años de policía, hacía bosquejos y dibujos de todo lo que veía. En los años de cuartel pintaba, con pedazos de carbón, caricaturas de sus superiores.

Desde 1931 se ha dedicado enteramente a la pintura, de tal manera que esta ha llegado a ser su única ocupación.

Le gusta su trabajo. No cambiaría de oficio por nada del mundo. Vive humildemente, pero no le importa. La casa de vecindad donde tiene su habitación –un cuarto de madera en el patio, con una ventana, una puerta, un radio, una cama, un toldo y 17 cartones para pintar, es una especie de comunidad amable. Cuando a alguien le llega una visita, de un cuarto prestan los muebles, de otro un sofá, de otro sale una rubia rara que brinda café.

¿Qué aspiraciones tiene? Ninguna en particular; lo que traiga su arte al cual le debe la vida. Su mayor satisfacción ha sido la sorpresiva visita de Pepe Gómez Sicre, con sus noticias, que Noé León no entiende muy bien, de que sus cuadros están en Alemania y que de allí van quién sabe a dónde.

El patio se llenó, de pronto, de gente extraña con cámaras fotográficas, grabadoras, luces y unos tipos vestidos con pantalones estrechos, botas y camisas negras y amarillas.

ArtesLa visita de Pepe Gómez Sicre vació los cuartos de madera: “Noé, tu cuadro está en los museos de Alemania; aquí tienes el catálogo; ya eres famoso”. Noé León tomó el catálogo: un libro lleno de láminas y lleno de columnas escritas en alemán y dijo: “Aquí está mi nombre; lo demás no lo entiendo”. Y después: “Aquí dice Barranquilla”. Las que lavaban dejaron de lavar; uno que martillaba un gran tablero de hojalata para hacer todavía otro cuarto más en el patio sombreado de matarratones y de cercas de cartón, dejó de martillar, porque le gritaron: “Cállate, que están grabando”. Después de un rato, siguió el estrépito del carpintero: “Están grabando y a mí ¡qué carajo me importa!”.

De pronto, todos los niños tenían sus vestidos de domingo. A todos los retrataron. Y una señora, amplia, buena, trajo a sus dos nietas y también las retrataron: Dos niñas de ojos como bateas de lo grandes que eran, y conversaban: “Cuchi-pá, cuchi-ré, cuchi-cén, cuchi-ló, cuchi-cos”. A Noé León le gusta el trago. El que sea pintor no tiene nada que ver con esto. Si fuera policía le seguiría gustando.

Hoy tiene 61 años. Su esposa tiene 52. Está casado con Rosa Castillo hace 14 años.

La idea de que se hagan exposiciones con sus cuadros le gusta. Pero no; eso de ir a Bogotá sí no le llama la atención. Noé León es de Barranquilla y aquí se quedará. Que viajen sus cuadros.

A Noé León, cuando pinta, lo rodean los chiquillos como mariposas sin dientes. De estos alguno será pintor.

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Hernando Téllez (1908-1966) fue escritor, periodista, traductor y crítico literario. Colaboró en la revista Universidad de Germán Arciniegas, en El Nacional de Caracas, en la revista Mito de Bogotá, fue subdirector de El Liberal y director de la revista Semana, además de miembro de la redacción de El Tiempo. Es uno de los cuentistas más relevantes en Colombia y uno de los primeros escritores que trataron la violencia del país como tema de sus obras. Entre su extensa obra se destacan Inquietud del mundo (1943), Diario (1946), Bagatelas (1944), Cenizas para el viento y otras historias (1950) y Confesión de parte (1967), entre otros.

Bagatelas & Literatura y sociedad (1956)

Universidad de los Andes (2015)

HERNANDO TÉLLEZ

Bagatela sobre La Muerte

He aquí que un día cualquiera la muerte inicia en nosotros su preludio. Avanzamos absortos, indiferentes, por la vida y, de pronto, la enfermedad, el dolor físico nos asalta. Una realidad nueva y desconocida, imposible de sujetar y de aprehender, de limitar y dominar surge en nuestro cuerpo. Empieza la lucha con el ángel de rostro misterioso y las etapas temporales de ese oscuro combate van prolongándose en los círculos impalpables de las horas, de los días y de los años. Llegamos al océano del dolor en la nave de la alegría, viajeros del tiempo en que nuestro cuerpo era elástico, sano y fuerte; en que parecíamos todavía jóvenes y ardientes, y el ímpetu zoológico de nuestros pasos pregonaba en la selva de las ciudades el dominio sobre las formas interiores de la vida y de la naturaleza. Hasta ayer, hasta hace unas horas, hasta hace unos minutos, nos sentíamos dueños del mundo y poseídos de una infinita y apolínea capacidad de amar, de pensar, de trabajar. El primer oculto zarpazo de la enfermedad destruye todo el esquema de las acciones presentes y echa sobre los anhelos confusos, sobre las vagas esperanzas que alimentaba el espíritu, una melancólica niebla. El incoercible dolor con que la muerte preludia su llegada, nos inmoviliza y desarma. En un paso fugaz del tiempo ese adolescente de ancho pecho de atleta y de templados músculos, esa maravillosa mujer tocada por la gracia de los años en flor, ese niño rubio “que dialogaba con las rosas” aquel varón fuerte y duro como una patriarcal encina, desploman en el lecho toda la magia vital que los sostenía arrogantes, ligeros, ágiles y bellos en el estadio de la vida. La transformación se opera sin que podamos oponer a ella, cuando ella es definitiva, ningún recurso. Dentro de nosotros mismos el huésped desconocido de la enfermedad instala sus dominios, fija sus leyes, impone sus hábitos. Muchas veces ofrece una tregua que creemos indefinida, pero que es pasajera. Pensamos que se ha ido, que se ha marchado para siempre, que nos deja libres, que pronto regresaremos a la plenitud de la vida, a nuestros quehaceres, a nuestros amores, que dentro de poco estaremos bien, iguales a los demás, y podremos salir al aire, caminar por las calles, mirar las cosas buenas y bellas que existen en el mundo, hablar con las gentes, mirar el cielo y los árboles y la tierra y el agua.

Pero no, no es así. En la frágil columna de vidrio que colocamos angustiados bajo la axila, la plateada gota de mercurio va subiendo presurosa, casi alegre, la escala de la fiebre. Otra vez tendremos que sufrir, atados por los lazos del dolor en la cruz del lecho; otra vez debemos iniciar la inacabable querella con el cuerpo, para cuya posesión absoluta la muerte comienza por enviarnos a la enfermedad como heraldo y mensajera; otra vez debemos aplazar nuestra resurrección y no pensar en las horas de la felicidad y de la salud, cuyo miraje nos ilusionó vanamente en los instantes de la tregua, y regresar al fondo abisal del dolor, de la desesperación y del delirio para hacer frente, sin armas, sin fuerzas, sin ninguna capacidad de resistencia, a la cruel realidad de nuestro cuerpo.

En medio de una grave enfermedad, de una enfermedad que no perdona, como en medio de la vejez también, que es la más grave y la más inexorable de las enfermedades de la vida, el hombre percibe con sin igual exactitud la maravillosa música del mundo, el ritmo imponderable de la naturaleza, el divino perfil de las cosas, la belleza y el acento que no pudo descubrir hasta entonces, a los días que fueron. “Escoge un día cualquiera de tu vida, el más humilde de tus días” —le dicen en “el más allá” a la protagonista de Nuestro pueblo, la prodigiosa obra teatral de Thornton Wilder— “y verás cómo era de importante para tu existencia, y cómo no supiste que era así de importante”. Y la dulce muchacha acepta el peligroso ofrecimiento, y escoge un día de su abolida peregrinación por la tierra, y baja al mundo de su amor, donde se habían quedado el esposo joven, la madre, el viejo padre, los amigos, los camaradas de colegio, las compañeras de juego y de ilusiones. Regresa al mundo la inefable criatura, aquel día, víspera de sus bodas, vestida de encajes de espuma, grácil y liviana, jubilosa, esperanzada; llega a su casa en la mañana laboriosa y doméstica, y ve a su madre, atareada en el trajín cotidiano de la despensa y los manteles y la alegre vajilla; corre a abrazarla, y la llama en voz baja, con voz más fuerte después, a gritos, con desesperación, con inenarrable angustia; la madre ni la ve, ni la oye y avanza y camina y sigue trabajando en silencio, indiferente a esa sombra impalpable. “Aquí estoy, madre, soy yo, soy yo que he vuelto, para ver otra vez este día de mi vida”. Pero en la bella ficción del artista, exactamente como en la realidad de la vida, los muertos hablan un lenguaje que no entendemos los vivos; y, en su infinita desesperación, la muchacha se precipita escaleras arriba, llega a su antigua habitación y ve las cosas, las pequeñas, las pobres cosas, que dejó al morir y que ahora, en su incidental regreso a la tierra, se le aparecen con todo el incomparable valor sentimental que para ella poseían en la vida y que, sin embargo no fue capaz de descubrir durante su existencia. Y al ver a su padre, y a su esposo, la inunda un caudal de agobiadora ternura que ya no puede hacer desbordar hasta el alma de esos seres porque la comunicación está rota, porque el vínculo está hecho pedazos, porque su retorno no es perceptible para los demás, porque se encuentra sola, inexorablemente sola, en un mundo donde será para siempre invisible.

En la creación de Thornton Wilder me parece advertir una filosófica amonestación a los hombres respecto de la superficialidad con que pasan por la vida, sin entender que el plazo temporal de la existencia apenas si deja pausa para amar con plenitud lo que debe amarse. Tal vez en el minuto supremo de la muerte se alcance a precisar la inútil dispersión de nuestros actos y la torpeza, ya irrevocable, de nuestra conducta. La importancia de esos actos y de tal conducta, o su inanidad incuestionable pueden acaso aparecer entonces muy claros al espíritu, porque en el umbral de la muerte toda rectificación, toda explicación, todo propósito de revertirlos y de mejorarlos es inútil. Lo mejor y lo peor de la muerte Arteses su infalibilidad. Pero de esa infalibilidad, mientras vivimos, tenemos una idea vaga y lejana, y porque así la tenemos, aplicamos nuestra angustia y tesón, a las más locas empresas. Obramos con un sentido de eternidad y como si el plazo que nos fue dado para vivir no concluyera jamás. Empero, la muerte puede golpearnos en pleno rostro, en el instante menos propicio o que parecía menos propicio para ello. Quedamos a medio andar, heridos mortalmente cuando nos disponíamos a conquistar el amor y el amor estaba a punto de entregarnos sus preciosos dones; cuando íbamos camino de la gloria, ascendiendo por la difícil cuesta en cuyo ápice brillaba la luz; cuando estábamos a punto de poseer la anhelada riqueza que nos daría jurisdicción y señorío sobre criaturas y cosas en cuya compañía, servidumbre y usufructo imaginábamos que se hallaba la felicidad.

Si pensáramos con más frecuencia, como el sabio, que “el precio usual de la vida es la muerte”, acaso ni el dolor, ni la enfermedad, ni la muerte misma nos sorprenderían tanto. No ocurre así, infortunadamente. Los viejos y los enfermos, en su inmensa y más abrumadora proporción, crean, para la vida que se les escapa en cada instante, una ficción de eternidad que torna desoladoramente trágico el espectáculo de su lucha con las fuerzas secretas de la destrucción irrevocable. Es evidente que hay ejemplos aparentes de heroica serenidad ante la muerte. Pero la regla, la ley inobjetable y tremenda para las criaturas humanas, determina que ese tránsito de la gozosa movilidad vital a la inmovilidad del sueño definitivo y absoluto, no ocurra sin que se pruebe la amargura, la angustia sin par que estremeció e hizo llorar al más puro y fuerte y magnánimo de los hombres en el Monte de los Olivos.

 

El Gran Miedo

No es fácil precisar una fecha histórica que, en rigor, no es una fecha. Si pudiéramos decir, por ejemplo, el Gran Miedo Contemporáneo vino a los pueblos tal día de tal año y a tal hora exacta, no cabe duda de que sería una gran comodidad para historiadores y sociólogos. Pero las mutaciones históricas carecen de día fijo o determinado. No se presentan con el rigor y la exactitud de los aniversarios. Van modulándose, como una reiteración musical en la sinfonía, a través del proceso, a través del tiempo. El antes y el después, dentro de su vaguedad cronológica, constituyen la única posibilidad abstracta con que nos batimos racionalmente en el empeño de ser concretos y de tomar a la historia por el cuello y hacer en su cuerpo algunos cortes quirúrgicos. ¿Antes de qué y después de qué? ¿Cuándo y cómo? La verdad es que el miedo está ahí, en el fondo de las conciencias. No importa que haya un indeterminado número de hombres sin miedo, dispersos sobre el haz de la tierra, por esto: porque la constante psicológica que pasa de un extremo al otro de esa misma tierra, es la del temor. Ni siquiera se encuentran por fuera de ella los supremos y absolutos vencedores, los amos políticos, los dictadores. La abrumadora suma de poder que reposa en sus manos, anula para ellos esa porción mínima de libertad interior, indispensable para creerse o sentirse a salvo del temor de toda amenaza. De la misma manera que sus víctimas y sus esclavos, ellos están incluidos también en el mecanismo del terror que han desatado. Desde luego, tienen la dirección del sistema. Pero intuyen, aun cuando lo rechacen, todo cuanto hay de imprevisible en el juego histórico. Ninguna garantía específica, diferente de la que se halla implícita en la fuerza de que disponen, pueden ofrecer a la permanencia del mandato y a la perdurabilidad del método. Temen, todos los días, lo imprevisible. Y esto los lleva a tratar de eliminar artificialmente esa sorda y tenaz posibilidad. De ahí que la política de las dictaduras esté naturalmente llena de ferocidad. Su designio opera sobre la convicción irracional de que a partir de un Método o una Nueva Fe Estatal, todo es previsible en la historia y de que, por consiguiente, lo imprevisible, lo que no se ajusta estrictamente al canon, es sospechoso y subversivo, y debe liquidarse. Para esa tarea el Estado ha de permanecer alerta y sobre las armas. Lo imprevisible puede ser una conspiración, una idea, un poema, una escultura o un cuadro. El resultado será el mismo: el temor, ejercido desde el Poder Absoluto, desatará con parecido rigor su control coercitivo y anulador.

El miedo, pues, debió insinuarse en la conciencia de los hombres, modularse en ella con la pérfida insistencia de un ritornello que, a la postre, resultaba demasiado cruel, en la medida en que se estrechaba, a través del aparato estatal, la posibilidad de manifestarse lo imprevisible que, para el caso y de todos modos, significaba una amenaza crítica contra el Método, el Sistema o la Nueva Fe. De esa paulatina anulación, alimentada intelectualmente por las filosofías y las ideologías correspondientes, nace la conjunción del poder político y de la fuerza de las armas, conjunción que es, realmente, la única novedad política de nuestro tiempo, no porque ella no hubiera existido antes, sino por lo que a ella agrega la técnica en punto a eficacia devastadora e incontrastable. Evidentemente la etapa del Gran Miedo Contemporáneo, del miedo universal, se inicia cuando el Estado se hace policía político y, además de su capacidad civil y legal, obtiene una capacidad física de anulación y de decisión. En estas condiciones objetivas, la actitud crítica del hombre aparece interferida por un género de amenazas y de sanciones en el curso de las cuales ya no le es posible demostrar, por ejemplo, su derecho a ser infiel al dogma estatal y su derecho a no morir por ese dogma. Es notorio que esta clase de demostraciones no se pueden llevar a cabo sino al precio de la vida o de la libertad.

ArtesPero ese precio es también notoriamente elevado. Algunos resuelven pagarlo. Los más, se abstienen cuidadosamente y, entre tanto, van racionalizando el miedo correspondiente a la amenaza. Poco a poco, el Estado, con el arma al brazo, golpea en la puerta de cada ciudadano, le exige el santo y seña, la clave política convenida, el signo de la adhesión y de la disciplina. El poder dispone discrecionalmente de la técnica eficacia de las armas, y su acción persuasiva, gracias también a la técnica, puede presentarse simultáneamente en los sitios más distantes. La velocidad automática con que puede aplicarse su castigo no admite comparación con la de las defensas de que pudiera servirse el “infiel”. El miedo, pues, se hace dueño del mundo y dueño de las conciencias. La amenaza está ahí, muy cerca de cada uno, cercando real o invisiblemente las vidas. Este es el hecho y, en cuanto a las causas lejanas o próximas, la controversia puede resultar inacabable. Pero la verdad esencial es que el hombre ha llegado a este punto de la historia y en él se encuentra.

Ahora bien, ¿cómo se ha racionalizado el miedo? La pregunta, como es lógico, no va dirigida a la inmensa porción de seres humanos que, situados en la base de la sociedad, carecen de las reservas intelectuales que pudieran facilitarles esa especie de coartada. Los proletarios del mundo entero y, hasta cierto punto, algunas zonas de las clases medias, no lo racionalizan, sino que lo toman en bloque, lo absorben en su totalidad, lo sienten con una especie de absurda plenitud. Siempre son ellos, siempre, las primeras y, desde luego, las predilectas víctimas de todo terror político, de todo terror social. Las primeras, pero no las únicas. El Poder Total tiene, por lo menos, eso de equitativo: que difunde universalmente sus ondas de terror, sin que sea posible a ninguna capa social evitar el impacto. Pero las clases privilegiadas prueban la coartada.

Y al servicio de ellas aparece entonces con su repertorio de teorías, explicaciones y justificaciones, el intelectual y el político. Se dirá que esta clasificación entraña una generalización excesiva. Probablemente así es, puesto que, de todos modos, siempre queda al margen de la corriente avasalladora y triunfante una porción minoritaria e inconforme, secreta o explícitamente rebelde, en la cual va significada una posibilidad de sacrificio y de dignidad.

Pero la actitud común y corriente (hay, desde luego, la otra, la excepcional) de la clase intelectual en esta etapa del Gran Miedo Contemporáneo, es la de tratar de convertir el nihilismo en una filosofía de la historia, a fin de poder ensamblar, con una apariencia mínima de decoro y una apariencia mínima de ética, y una apariencia mínima de razones justificativas, el problema de las situaciones personales, en el problema total de la sociedad y del Estado. Esa noción del nihilismo les permite a las clases directivas darse el lujo inmoral de identificar el concepto de justicia, o el de equidad, con todo aquello que satisfaga su propio interés, su propia conveniencia o su egoísmo. Aun sin satisfacerlos plenamente, el nihilismo procede a esa identificación absoluta, a cambio de que, así sea en forma provisional, el Estado los deje a salvo de todo peligro y de toda amenaza. Frente al Poder Total surge, como hija legítima del nihilismo, la filosofía del éxito. El éxito es un hecho. Pero su carácter objetivo y real no determina, de por sí, su categoría ética. El éxito puede ser inmoral. Puede corresponder, verbi-gratia, a los verdugos o a los carceleros. El nihilismo intelectual toma y acepta ese éxito y lo justifica y lo explica, independientemente de sus orígenes y de sus procedimientos. Está ahí, y eso basta. Es la “realidad histórica” y a ella se debe condicionar la conducta y el miedo que suscita la fuerza del Poder Total, el temor que suscita la capacidad técnica del Estado para liquidar, por las armas, y la sofocación civil, toda obstinación crítica que lo amenace.

El nihilismo, sin embargo, no confiesa jamás su interna debilidad temerosa. Se presenta con el credo humanitario en la boca, ofreciéndolo como prueba intelectual de valor, de heroísmo y de abnegación. Con el credo de la piedad humana a flor de labio. La rebelión de la criatura terrestre, ante el éxito de sus verdugos, la rebelión de la conciencia frente a los poderes que anulan su libertad o su autonomía, aparece al nihilista como un innecesario desperdicio de energía espiritual y un gesto inútil y temerario que no puede modificar en nada el cauce de la historia. Además el nihilismo erige la piedad en el ápice de toda su dialéctica. Entendida de esta manera, la piedad no sólo perdona sino que justifica el Poder del verdugo; no sólo lo absuelve sino que le confiere una suprema calidad moral. Los filósofos del nacional-socialismo y con ellos toda la clase intelectual que tomó para sí el encargo de explicar históricamente el éxito político de Hitler, era, sustancialmente, nihilista. Identificaban la piedad humana, la justicia, la equidad, la convivencia de los pueblos y, desde luego, la civilización y la cultura, con el triunfo del nazismo. Pero el nazismo principiaba por asesinar, en masa, a los judíos. Esto no importaba. Eventualmente, el éxito de ese Poder Absoluto estaba a la vista. Y, dentro del mecanismo histórico de ese hecho, lo indicado era tomar parte en él, incrustarse en el proceso triunfante de su desarrollo.

El nihilismo, pues, constituye una de las consecuencias más funestas del Poder Absoluto y, al mismo tiempo, una de las bases intelectuales sobre las cuales se apoya el despotismo contemporáneo, el despotismo de la totalidad. Ese despotismo requiere, como cuestión esencial, el suministro técnico de la política del miedo, es decir, el establecimiento paulatino de una conciencia colectiva trabajada eficazmente por el temor de cada ciudadano a quedar fuera de la regla estatal o del partido único. Quedar fuera de la norma, aun sin la pena del encarcelamiento, de la concentración, o del exilio, significa entrar, de lleno, a la condición de paria y de infiel. De esta suerte, con una política del miedo, sabiamente administrada, se quiebran las resistencias intelectuales, inmorales y  psicológicas. Y, en semejantes condiciones la tarea crítica de la inteligencia pierde su autonomía y queda enajenada al Poder.

Es así como nuestro tiempo ha podido ser calificado como la era del miedo colectivo, del miedo de las sociedades enteras ante el desarrollo de las formas políticas, ante el desarrollo de la ciencia y ante el desarrollo de la técnica. Y, por tanto, el supremo problema que confronta el intelectual de esta época consiste en esto: en que desea un cambio y, sin embargo, no puede ofrecer ninguna seguridad sobre la bondad de lo que puede sobrevenir. Comprende y razona el horror del presente y, no obstante, al proponer la rebelión contra él, al desearla y propiciarla, permanece secretamente indeciso, secretamente perplejo. Entiende y clasifica, como un entomologista de la historia y con la gozosa frialdad de quien acumula en un laboratorio cierto género de pruebas, la ignominia, la crueldad y la impiedad de la mayor parte de los grandes éxitos histórico-políticos de este medio siglo. Pero, interiormente, se halla despedazado. No encuentra su unidad. Las interpretaciones globales y naturalmente absolutas del proceso histórico, le parecen irracionales, ajenas a la complejidad invencible de la vida y a la condición del hombre, que es, al fin y al cabo, el protagonista único de la historia. La decisión que pudiera tomar está básicamente interferida hacía el futuro, pues en lo que alcanza a entrever respecto del proceso político del mundo actual, no distingue en el horizonte sino esa línea del poder donde se mueven los Estados gigantes con su líder providencial y terrible, con su soberbio aparato estatal de intimidación. El hombre parece así una pobre cosa liliputiense e inerme en un escenario de Goliats. ¿Podría, un día, convertirse en David y golpear y abatir ese poder? ¿Pero la voluntad para semejante empresa, es suficientemente clara en la conciencia del hombre? ¿No estamos bebiendo todos, o casi todos, las aguas amargas del nihilismo, como engañoso y letal sustituto de la desesperación y la rebeldía?

(1956)

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