ARTES & LETRAS
Director: Santiago Mutis Durán
Juan Manuel Roca, Carmen Escobar, Carlos Naranjo
El oro en los dientes
Poema en prosa José manuel arango
Lo que los distingue es sobre todo su apariencia anacrónica. El corte de cabello recto y como hierático, los rapados parietales. Alguno lleva todavía una trenza de brujo que le cuelga sobre la nuca. Frecuentan las calles aledañas al mercado, donde venden sus mercaderías.
Aunque hablan aún la vieja lengua de la tierra, se los oye vocear en el idioma de todos: el de la ciudad, el de los vencedores. En él aprendieron a tasar. Sólo un deje, un modo excéntrico de decir traiciona en ellos al extranjero.
En otros tiempos traían al mercado hermosos utensilios: cestas primorosamente labradas, mantas, vasijas. Bajaban de sus montañas a la ciudad con pájaros en el hombro y ofrecían sombreros tejidos de plumas de guacamaya. Hoy sus mercancías son bastas, pobres trebejos que incluso llegan a comprar en las tiendas de baratijas para revenderlos.
Por la noche se emborrachan en alguna taberna de mala muerte. Beben en silencio y las caras sin edad, como de niños viejos, tienen un aspecto que es curioso e indiferente a un tiempo. De tanto en tanto recuentan las monedas del día.
Luego, ya bebidos, hablan en su lengua. Como a retazos, como si recordaran a ráfagas hechos muy antiguos. Es un canturreo gangoso que por momentos llega a parecerse a un canto.
Y esa extrema risa de oro: el oro en la risa, en los dientes.
Esta reseña del poeta J. M. Arango (El Carmen de Viboral 1937 – Medellín 2002), escrita en 1973 abre la reciente compilación de sus Prosas publicada por el Instituto Caro y Cuervo (2013), en edición del profesor Luis Hernando Vargas Torres.
El festín de Policarpo Varón
1. Apariencia y realidad
Con la publicación de El festín, su primer libro de cuentos, Policarpo Varón se coloca, de golpe, a la cabeza de los narradores jóvenes del país.
Desde las primeras páginas el autor nos enfrenta a una realidad concreta que figura allí con sus nombres propios: la del Tolima; nos sitúa en un tiempo fechado y conocido: en el ámbito, en suma de ia violencia colombiana.
Es necesario, sin embargo, hacer algunas distinciones. Algunos de nuestros escritores y muchos de nuestros preceptistas –los que le señalan a la narrativa colombiana, quizá en nombre de un pretendido realismo, como único destino, el tema de la violencia– parecen entender como tal la mera descripción de horrores y mutilaciones. Pero ésa del hecho, del fenómeno, de la apariencia por tanto, no es la violencia real. Cuando en la cárcel de un pequeño pueblo de las zonas de violencia (o en la escuela o en la inspección de policía) están, entre fotógrafos, los cadáveres, la gente que ve ese espectáculo corriente, que conoce a los muertos y puede tocarlos, se frota los ojos: no cree. Cuando en las ciudades la gente abre los periódicos, los hojea, mira las fotografías macabras, tampoco cree: todo es lejano, irreal.
En El festín no hay nada semejante. Sólo una vez la violencia estalla en su forma aparente, de matanza, cuando esos policías soñolientos, que hacen como que se apuran, aprietan a la orden de “Disparen” el gatillo, “como que no queriendo” (pág. 17) y la plaza se va llenando de muertos. Es el primer relato, el que da título al libro. En él, sobriamente, sin el recurso, tan socorrido hoy, a la exageración, por medio de sólo dos o tres toques delicados (ese volar de gallinazos que dura toda la noche corno si vinieran de todos los lugares de la tierra, la frase final), el autor crea una sofocante atmósfera de pesadilla. Como si quisiera dejar sentado, precisamente, en el primer lugar, el carácter irreal de esa violencia fenoménica, para adentrarse luego, en los cuentos restantes, en la búsqueda de su realidad. Que es la que está en el libro, con sus elementos y formas. Las formas más inesperadas, es decir, verdaderas.
Un sargento sin amistad ni mujer comanda doce soldados en un pueblo. Distrae el tedio hojeando interminablemente sus revistas Muscle Power, y cuando éstas no le llegan desfoga su ira levantando a sus hombres a trotar en la plaza, de madrugada. O se divierte con el ladrón de gallinas, haciéndole repetir la misma historia todos los días. “¿Qué hacía? ¿Sólo robar? ¿Era bueno eso? ¿Cómo se llamaba su mujer? ¿Tenía mujer? ¿Le gustaban? ¿Cómo era que se había robado las gallinas? ¿Le gustaría que lo soltara? ¿Sí ?… Villada volvía a mirarlo en silencio preparando los puntapiés. Le daba con la punta de la bota en las canillas”. “Corré, corré, lamparido […] no es sino pasar la cerca… si la pasás quedás suelto, corré’’… “Y se ponía la mano en la cacha de la pistola y le señalaba una esquina del solar” (págs. 47,48).
El sargento es un hombre en el fondo ingenuo: “es como un niño” se nos dice, y que recoge y cuida un perro cojo y un burro mostrenco; pero es además y por encima de ello, un sargento. Una disciplina militar que es la violencia hecha institución, y sus deformaciones: el culto de la fuerza, la humillante sumisión ante los superiores, la brutalidad con los subalternos; todo esto entrevisto –demostrado– a través de las relaciones de unos pocos hombres: el sargento, unos soldados, un prisionero.
O entre un hombre y una mujer. Dice Marx en sus Manuscritos. “La relación inmediata, natural y necesaria del hombre con el hombre es la relación del hombre con la mujer… en esta relación se evidencia, de manera sensible, reducida a un hecho visible, en qué medida la esencia humana se ha convertido para el hombre en naturaleza”. “Las victorias del domingo” es, en este sentido, un relato ejemplar. Allí está la violencia como costumbre, como forma cotidiana, doméstica, de vida; su aceptación, la resignación ante ella en esa mujer que espera algo, inmóvil, mientras el hombre come.
“El hombre no se apuraba. Daba la impresión de que estaban de acuerdo desde hacía muchos años… El hombre se desató el cinturón. Entonces a la mujer le sobraron las manos y dejó ver el desasosiego en los ojos.
`El hombre dobló el cinturón con una calma y una destreza antiguas. Luego se levantó y cogió a la mujer de una mano. Entonces Eloísa comenzó a correr en torno al hombre mientras el cinturón hacía su agosto en la espalda. Por entre las lágrimas, a los gritos, ella decía palabras que desde hacía veinte años tenía en la memoria (pág. 68).
[…]
`Todo debía terminar cuando el hombre soltara la mano de la mujer y se acostara hasta el día siguiente, mientras la mujer se desmoronaba en un rincón a gemir y a rezar” (pág. 69).
En “Un hombre sin fe” es el olvido del pasado, la especie de olvido aconsejado como remedio contra los odios por los mismos que aconsejaron el odio. “Uno de los hombres más viejos de San Bernardo de los Vientos” muere en su cama, después de bendecir despacioso y solemne, a cada uno de sus hijos. Su historia de violento, “tres vidas cegadas”, está olvidada ya, y es necesaria la muerte para que alguien remonte el curso de esa vida y la recuerde, perdida entre otros tres o cuatro hechos “vergonzosos o notables”: había hecho fortuna, engendrado doce hijos varones y una mujer, construido en la colina de san Dimas una casa de tres pisos y una iglesia en la calle más opaca del pueblo. Es conservador y muere con los auxilios de un cura español.
En “Rosas para toda una vida” es la codicia de la paga, esos policías que van de casa en casa preguntando por la cabeza de Angelino Valdés: “que si usted ha visto, que si no sabrá la señora, que si el señor no tendrá idea, que dígame carajo que nadie más que usted tiene que saber” (pag. 53).
Y está esa imagen de la plaza, donde antes, cuando no había policías, “no había, es decir, quién les mortificara la vida”, jugaban de noche los muchachos y a la que daban, abiertas, todas las puertas, convertida en zona militar, donde no se admite a nadie, “salvo las mujeres y los niños que tenían que recoger el agua”, y la gente tiene que abrir puertas por los solares para salir a una olvidada calle empedrada que se convierte entonces en “calle caliente”, la calle de la vida que no se rinde y donde se harán, pues, los negocios, las visitas, los matrimonios.
O esa otra imagen de la “casa-cuartel”, que sugiere lo absurdo de la transmutación de la casa, lugar de habitación humana, en hospedaje militar; imagen obsesiva que, de algún modo, resume la violencia. Cada colombiano, con los días contados y la cara de muerto que le han puesto, “una cara prestada”, puede amanecer un día allí, velado por los policías.
Y detrás de la violencia se adivina la estructura social que la alimenta y la explica. Así, a la casa-cuartel corresponde el “caserón-hacienda” al que llegan de visita o de farra generales con el pecho lleno de medallas o señoritas dudosas, y donde una servidumbre de criados y cocineros lleva una vida picaresca. Pero tampoco aquí la denuncia apunta a lo sabido, al lugar común patético. No es el hambre “porque allí en el caserón todo será pero se come, se come harto y bueno” (pág. 24). Lo que se desconoce es el derecho al descanso y al sueño. Y la denuncia no se da en el grito de protesta, sino más bien, oblicua y eficaz, en esas palabras, tan humanas, de la madre al muchacho cabeceante que no ha podido dormir en toda la noche (ella no tiene por qué saberlo), al que sólo pregunta “a qué horas me hacían levantar, si me hacían trotar mucho detrás de los animales y los hijos de los amos, si me tenían algunas consideraciones, si comía suficiente, si comía a horas” (pág. 23).
2. El oficio de rezar muertos
Si Policarpo Varón logra darnos esa visión verdadera de la vida colombiana en una época difícil, ello es posible sólo gracias a una honestidad a toda prueba. Honestidad que se niega el ingreso a las distintas capillas de la inautenticidad reinante: la de los falsificadores de la realidad, la de sus embellecedores, o la de esos otros falsificadores que, sin el rigor de García Márquez o de Botero, se dedican a su inflación sistemática, y en cuyas manos la violencia se resuelve en hinchazón de títeres, en parodia o caricatura.
Sin embargo, la fidelidad o infidelidad a la vida es algo que sucede, para el escritor (no solo, pero sí en gran parte), en el campo del lenguaje. Su honestidad se muestra en el cuidado de la palabra, en el rigor (y una de las acepciones de “rigor” es “crueldad”), en la disciplina, que es una de las formas del ascetismo. Y en el autor hay rigor y crueldad, disciplina y ascetismo. “Era un viejo que vivía en una borrosa casa de adobe repleta de imágenes, de velas encendidas y de corotos inservibles. Había enterrado dos mujeres e iba para la tercera. Se llamaba Justo Miranda y su oficio era rezar muertos” (pág. 33). Así, con una madura sequedad y una densidad sugerente que es constante en la obra, empieza uno de sus más bellos cuentos.
Es un lenguaje de tono hablado pero de gran musicalidad, en el que se incorporan los modos populares de pronunciación y, con frecuencia, palabras gruesas; palabras que se adelgazan, sin embargo, por virtud de un contexto de ira o de una de esas curiosas permutaciones de consonantes (“lamparido”) que hace siglos se dieron en el origen de la lengua.
La preocupación del autor por las palabras se contagia a sus personajes. Uno piensa que él mismo es a veces como aquel “hombre de pocas palabras, que mientras viaja en la noche, durmiendo a ratos, trae de cada sueño algunas para el caballo, y le nombra lugares por donde pasan, los árboles, los cerros.
O como aquel otro que invoca a un forastero, de quien aprendió una fórmula, cuando se encuentra “en apuros de palabra”. O tal vez como ese rezador de muertos que inventa oraciones para recitarlas en los velorios, “con una entonación muy personal que los muchachos remedaban burlones” y que por las tardes invoca el nombre de su última mujer: el nombre, porque Rosana es sólo eso: un bello nombre que aparece muchas veces en el texto, para una mujer de la que nada sabemos.
3. Agua, muerte, sueño
El afán de nombrar –y qué otra cosa es la literatura– no obedece sólo al intento de rescatar vidas humildes o hechos vergonzosos del olvido al que quieren condenarlo los desmemoriados. Es, más allá, la negación a aceptar “la caída y la pérdida”, una lucha contra el olvido esencial; para conservar algo, por anodino que aparezca: los instante finales, por ejemplo, o las últimas palabras de un hombre que hizo dibujar en la fachada de su casa esta leyenda: “EL RECUERDO. CASA DE ELADIO RUEDA”. “Porque una cara, aunque se haya visto mil veces, si no se sabe cómo nombrarla se perderá” (pág. 50).
El agua, imagen del olvido y de la muerte, tiene en El festín una presencia insistente e inquietante. Agua mansa para el sargento que se baña en la noche hablando con ella, “desnudo y oscuro, golpeándola, chapoteando como un niño” (pág. 45). O agua furibundas para los ahogados. Justo Miranda, el que sabe lo que es “quedarse sin su cuerpo” en mitad de la corriente, y piensa que “la muerte tenía que ser algo así como estar sentado en una piedra fría con la cabeza desprendida, sin vista, olvidados el puente y la corriente, o saber que el puente no es el puente, que está en otro río, que el agua es otra cosa y otra cosa su sonido” (pág. 37), no muere ahogado, es cierto. Cae más allá, pasado el río, después de retomar el camino. (¿O se ahoga en realidad y sueña solamente que ha cruzado, que llega a su casa, que se hunde en las piedras planas y frías?) De todos modos su muerte es un hundimiento.
Y el motivo del hombre que se ahoga se repite más minuciosamente en el último cuento, donde Julio Montealegre lucha con el agua que no da cuartel, con el agua ciega. El párrafo final del libro dice: “El agua lo llevó vertiginosamente. Montealegre entendió entonces que el agua era como un espejo donde se ven el ayer y el hoy simultáneamente. Esta agua oscura donde se reunían sus días y sus noches era su última memoria. Entonces Montealegre cayó en algo como un sueño. El agua tenía ahora una lenta pero inútil mansedumbre, pues Julio Montealegre era agua derramada en el agua…” (pág. 79).
Se cierra así el círculo agua-muerte-sueño-agua, que había iniciado el epígrafe de Alvaro Mutis: “La muerte se confundirá con tus sueños”.
Rosas para toda una vida*
Policarpo Varón
*Este relato de P. Varón (Ibagué 1941) pertenece a un libro, El festín , publicado por la Editorial La Oveja Negra en 1973, compuesto de ocho cuentos, escritos entre 1966 y 1969.
Yo nunca pensé que Angelino Valdés volviera después de muerto a darle tanto dolor de cabeza a los policías. Dicen que en vida fue resbaloso como pescado de agua dulce y que los tuvo sus buenos años de San Dimas a San Miguel y de este monte al de más allá. Pero es que uno no sabe llevarse todo para Rosas para toda una vida* policarpo Varón la tumba. Ahí está Angelino. Estoy segura que nadie esperaba ver a los policías preguntando por él. Era cosa de todos los días por los años en que Angelino andaba huyendo, hasta el domingo –pasado mañana hará ocho días– en que le dieron mejor vida ¡Alma bendita! Ahora uno los vuelve a ver de casa en casa, que si usted ha visto, que si no sabrá la señora, que si el señor no tendrá idea, que dígame carajo que nadie más que usted tiene que saber.
Claro que ya no andan tan armados. Mucho más perdida la paciencia sí, natural; pero ya no preguntan por Angelino Valdés; tampoco dicen como antes “le dicen Gelo” y es así y asá; escasamente preguntan por la cabeza de Angelino, porque lo que buscan es la cabeza de Angelino que dizque alguien se la cortó la primera noche del velorio con el yatagán del policía de guardia para que el policía que le pegó los tiros no pueda quedarse con la plata de la recompensa.
Lo que son las cosas: los policías troten que troten por el pueblo preguntando y los investigadores fumando y tomando y dándole al billar en “El caballo blanco”, haciéndole tiempo a los policías para que encuentren la cabeza de Angelino y poder decir si el muerto era o no era Angelino Váldes. Como si todo el mundo no hubiera estado la noche del velorio en la casa-cuartel. Qué más prueba. Todo el mundo conocía a Angelino. Las vueltas que le da a uno la vida. Qué se va a imaginar Angelino –¡alma bendita!– que todavía lo andan averiguando. Bien muerto está y aún preguntan por él. Por lo menos deberían dejar reposar a los muertos, porque harto tuvo que aguantarles el pobre Angelino en vida. Ahora dígame a mí qué puede hacer una mujer con un policía preguntón parado todo el día en la puerta averiguando la cabeza de Angelino Váldés y repitiendo que yo soy la única que tengo por qué saber. Pero ahí se va a quedar toda una vida esperando que yo le dé razón. Eso se quisieran ellos…
Sí, venía por aquí algunas noches y unos contados medios días. Pensando en eso como que las lágrimas le salen a uno tantico más dulces… Nadie lo sentía llegar. Se corría pasito por entre el rastrojo con los perros. Primero llegaban los perros, pero los perros eran tan parecidos a él que tampoco se hacían oir. De pronto salía uno de la cocina y ahí estaban echados en el corredor polvoriento, Entonces había que encerrarlos en alguna parte y darles de comer. Era seguro que Angelino estaba agazapado detrás de alguna de las matas desde hacía su buen rato. Llegaba detrasito. Decía tan pocas palabras que yo podría ponerme a recordarlas día por día. Esos días yo no le decía Angelino, le decía Gelo como todo el mundo y nos íbamos para adentro y nos encerrábamos un momento a olvidar todos esos agujeros que le hicieron, sus cicatrices en el estómago y esa larga cortada encima de las costillas. Yo le pasaba los dedos por allí, la carne era arrugada pero como más suavecita y él se ponía a fumar y a mirar el techo de palmicha y yo le iba sobando los vellos del pecho con mi mano tan despacio que me hacía cosquillas. Entonces, en esas, Gelo se levantaba, como si se fuera acordando de los policías, y se ponía los pantalones y otra vez agazapado iba saliendo con un hasta luego. Ahí en el suelo quedaban las colillas que poco a poco se iban volviendo cenizas.
Entonces volvían a pasar los días y volvía el esperar y uno sentado en el corredor se pasaba las tardes oyendo el río y mirando para los cerros porque allá estaba Angelino y no había mes que no vinieran los policías a cualquier hora, a la media noche, de improviso, o que no cogieran el camino de Gelo. Por eso yo no le hacía fuerza para que se quedara otro ratico, no. Claro que eso no me aliviaba de estarle viendo cada vez que venía la cara de muerto que le habían puesto, una cara prestada…
Yo sabía que un día lo iban a matar y por eso todos esos años lo anduve echando de menos. Claro está que lo sentía mucho más las noches de los días que venía y se volvía de un momento a otro. Los ojos no querían cerrarse esas noches y uno estaba viendo la tiniebla que es como no ver y el sueño daba tantas vueltas antes de llegar…
Nada como los primeros días. Durante los primeros meses yo estuve preguntándome por qué Angelino no había vuelto a buscar trabajo y se pasaba los días en “El caballo blanco” tomando cerveza y jugando billar con tipos que habían venido decían de alguna parte y faltaba las más de las noches. Fue el año más largo de todos los que viví con Angelino, ese primer año. También fue por ese entonces cuando comenzaron a desgranarse los muertos. Uno se hacía cruces por toda la gente que estaba regada en los caminos y no sólo en los caminos sino aquí mismo en las barbas de los policías que como hacían de las suyas no tenían ojos para ver. Luego Angelino empezó a desaparecerse semanas enteras y yo comencé este esperar. Fui descubriendo las cosas. No necesité que vinieran a contármelo. Con los muertos y los comentarios de la gente, con el cambio de Angelino y con lo que yo había podido ver y sentir vine a darme cuenta, pero dígame qué otra cosa podía hacer sino resignarme y esperar. Fue en esos días cuando le dieron los tiros en el estómago. Le metieron toda la carga de un revólver en el estómago, me contó el mismo Angelino cuando volvió huyendo del hospital. Estaba vivo porque tenía siete vidas, eso fue lo que me dijo la noche que volvió herido, débil y más pálido que esta pared. Pero más tardó en llegar Angelino que los policías en venir a buscarlo aquí… Yo sabía que estaba vivo de milagro y que habiéndolo sacado corriendo los policías, enfermo como estaba y todo, hacía falta otro milagro para salir con vida.
Yo no sé si fueron mis padrenuestros pero Angelino volvió una noche, meses después, para un octubre y se estuvo un ratico conmigo y dejó dos palabras a los muchachos despiertos. Pero yo sabía que eso no servía de nada y estuve todos estos años esperando el día en que vinieran a decirme que estaban velando a Angelino los policías en la casa-cuartel, porque yo sabía que Angelino tenía sus días contados…
¿Por qué no contarles algo de esto a los policías? Sería como refrescarles la memoria, porque ¿qué no hizo Angelino que no sea conocido por todo el mundo? Cosas sabidas son y requetesabidas también. Y, en resumidas cuentas, ¿qué mal le pueden hacer ya si Angelino está muerto? Para qué: de la cabeza de Angelino yo desde la noche del velorio no sé ni esto; yo no tengo palabras para esas cosas… Lo contento que se pondría el sargento si yo le llegara con estos cuentos. A lo mejor se le pasaba lo malgeniado. Porque cada día que pasa y la cabeza de Angelino no asoma al sargento se le van subiendo los colores y yo sé que la rabia se lo está comiendo.
Mírenlo al pie del policía, esperando razones mías, como un animal aguardando que le abran la puerta y mirando mientras tanto por encima de la cerca con el pescuezo estirado. Hay que verlo, hay que estar todo el día en esta cocina viéndolo y oyéndolo para saber por qué le dan a uno esas ganas de salir a decirle unas cuantas.
Pues si ya quitaron las ganas en Angelino ¿qué más quieren? ¿Que esta paciencia mía reviente? Me van a ver. Van a ver ustedes a Rosalía viuda de Valdés uno de estos días. Hasta mierda les va a llover. Les voy a cantar unas cuatro. Y de la cabeza de Angelino Valdés tanto así… De la cabeza de Angelino Valdés les voy a hablar a los muchachos. Y eso va a ser cuando yo esté sin alientos ya, cuando no pueda pararme a rociar este jardín, este roso grande del pie de la cerca, mi sargento. Les voy a decir a los muchachos cuando me esté muriendo y no me queden alientos “no se olviden de rociar el roso grande, que debajo están los huesos de su papá”, entonces ellos sabrán que si a Angelino Valdés lo descabezaron fue para reunir sus huesos más tarde, pues yo misma puse ahí debajo del roso la cabeza de Angelino Valdés –alias Gelo– y ahí es donde pienso poner sus otros huesos cuando una de estas noches venideras vaya por ellos al cementerio. Sí, señor, eso es lo que les voy a decir a mis muchachos… [1969]
Con epígrafes de Ramón Palomares y Aurelio Arturo, Horacio Benavides (Cauca 1945) da comienzo a un hermoso y estremecedor libro de poesía dedicado a los muertos, a todas las vidas interrumpidas que nuestra crueldad y extravío han arrojado de nosotros, tan brutalmente que se hacen inalcanzables para nuestro amor, cegando así la fuente misma de la vida. Sus voces recorren la noche en el corazón de los niños, como un llanto imposible, devastador. Lágrimas muy profundas intentan sanar lo que no tiene sanación y alejar el espanto que como un oscuro animal devora el alma. Nunca debió suceder algo así. Nunca. Hemos aprendido que hay cosas peores que la muerte. Formado con lo mejor que inexplicablemente aún habita en el ser humano, este libro nos habla iluminando el dolor en que se ha convertido la vida, esta noche de la que no podemos despertar. Solo un inconmensurable amor como el de este libro podría haber puesto en nuestros labios la palabra amar.
S.M.D
“Conversaciones a oscuras”
Horacio benaVides – FraileJón editores, medellín 2014
XXXXXX
Un clásico de Colombia: Luis C. López
Héctor roJas Herazo
Ningún otro caso en la poesía de América como el de Luis C. López, de apegamiento al terruño, al vuelo de las incidencias y al zumbido monorrítmico de los días en torno a la espadaña de la parroquia. De allí que hasta el momento, de puro localista, sea uno de los pocos, poquísimos valores con sabor a universalidad que hayan podido acendrar las letras colombianas.
López es Cartagena y Cartagena es Luis López. Si el autor de Mi Villorrio –con ese sentido del color, con ese conocimiento de la pluralidad humana, con esa noción del quietismo provinciano– hubiese escrito novela, sería nuestro más grande costumbrista. Pero prefirió la cuerda floja del humorismo, tal vez porque no perseguía –pura magia de síntesis– otra cosa que la línea, el gesto, el esquema de lo circundante. De allí sus sonetos: verdaderos comprimidos de psicología tropical. Cuando López inicia sus ejercicios de distorsión poética, Darío había convertido el idioma en un sutilísimo e inquietante instrumento de música. Pero el modernismo tenía mucho papel dorado, muchos cobres de sinfonía inútil, mucho duque pastor sin oficio en estas latitudes indomulatas. Se precisaba usar ese instrumento para mirar las cosas nuestras, para olfatear nuestro aire, para hacer de nuestros individuos comunes y corrientes entidades de carne y hueso poéticos. Por eso su tono inconfundible. De él, de su travieso escepticismo, han de nutrirse, en muchos de sus frentes expresivos, poetas de tan firme y encontrado acento como Herrera y Reissig, César Vallejo y León de Greiff.
Desde México pedirá González Martínez que se le tuerza el cuello al cisne. López resultó, por imperativo de su realidad y de su ambiente, más papista que el papa. No sólo le torció el cuello sino que lo desplumó minuciosamente, le sacó los entresijos y luego aprovechó el hueso, mondo y lirondo, del ave perilustre para golpear a las puertas de una nueva y atrevida concepción de la palabra lírica. López abrió esas puertas y un torrente de luz verdadera entró a raudales en las letras de América. Las horas gotean, espesas y lentas, en esta poesía. Gotean sobre esos boticarios a quienes pudre –en sus tenduchas olorosas a jarabe rancio, a amoniaco y a raíces disecadas– un aire de salitre y de tedio. Luis C. López mira pasar, dorados por el aire de la canícula, sus barberos y alguaciles, sus curas y sus agiotistas, sus generales de birlibirloque y sus políticos sin electorado.
Todo ese mundo, caricaturesco y abigarrado, de sus retablos de cobre viejo. Y López, también, quieto, sentado en un taburete sin tiempo, va mojando su pincel, trazando esos colores nerviosos, esas líneas seguras y flexibles, esos ángulos burlones donde gatos marrulleros y perros vagabundos perturban, en los portales, el gorgoteo de los borrachos.
Pero, como contrapunto, se requiere una vigorosa gimnasia mental, una gran velocidad metafórica, para aprisionar este ambiente. El asombroso experimento de Luis C. López consiste en haber hecho de la poesía una implacable calistenia de crítica social.
En esos cromos funambulescos las palabras están sometidas a una elástica, a una obediente disciplina de desgonzamiento. Los vocablos han de tener musculatura de trapecista. Tienen que saltar, con flexible travesura, de la plataforma de los cuartetos a cimbrearse en los trapecios del terceto. Y lo que estamos viendo allí es algo muy serio. Son vocablos eternos en traje de saltimbanquis. Ganándose su existencia sobre el vacío. Debajo del albayalde de los adjetivos estos versos ríen y lloran, sufren y respiran con gestos y pasiones humanas. Son vocablos que primero se pincelaron el rostro de vida, de sufrimiento, de agonía, para tener derecho a reírse, incluso de sí mismos, en el tinglado de la farsa.
López se planta en Cartagena con todos sus sentidos alerta. Entonces nos entregará esos lienzos donde los caracteres se empujan unos a otros, esos aguafuertes amargos, con fondo de arcadas, de coches desvencijados, de zaguanes olorosos a faldas de niña bien y a sueño de mendigos. Sus personajes atraviesan, con firme o cansino taconeo, por calles ranciamente empedradas. Al fondo, rebotando en los muros de las casas antañonas, responde el pulmón sonoroso de los aljibes, las macetas cargadas de rosantonias, el vuelo cartilaginoso y hediondo de los murciélagos al desprenderse de los huecos ruinosos. Toda esa Cartagena quieta en el sopor de la leyenda, se despereza y echa a andar al conjuro poético de López. Pero ya lo ha claveteado para siempre, con el peso de todos sus huesos y arterias, en el solar nativo.
Luis C. López es un clásico de Colombia para el idioma de América. Como lo son Rivera y Carrasquilla. Hombres que –más allá de cualquier ademán retórico– supieron ser fieles a su tiempo, a su geografía y a su destino.
El Tiempo, 28 – VI – 1952
El secreto de Daniel Lemaitre
Si algún día se resolviese hacer la historia de este último medio siglo cartagenero –la historia de verdad, se entiende, esa que está capacitada para rescatar del olvido el color, el sabor y la atmósfera que un solar ha atesorado celosamente– bastaría con acercarse a la obra de Daniel Lemaitre. Esto quedaría explicado de una vez con una imagen sencilla: Daniel Lemaitre fue una esponja viva. Todo él poroso y absorbente. Sus sentidos se mantuvieron inmersos, nutriéndose, hasta la esencia, en este caldo de lentitud, de silencio, de enérgica vibración marina, que es Cartagena. Basta exprimirlo para que todo el jugo de su ciudad se derrame en nosotros.
Fue larga la amistad de Daniel Lemaitre con las personas y las cosas y persistente su habilidad para encontrarles sus relaciones ocultas. En su obra sentimos a Cartagena como una totalidad, como un hecho acabado, donde la piedra se ama con el hombre, el hombre con sus enseres, los enseres con el clima y el tiempo. De allí esa sensación húmeda de realidad, de sangre que se niega a morir, de inmediatez escamosa temblando en nuestras manos, que nos transmiten sus canciones, sus remembranzas, sus acuarelas y sus poemas. Y no es que se disperse. Su abundancia, paradójicamente, es apretura. Abarca más por la riqueza y variedad de sus elementos perceptivos. Aprisionará los rincones, los patios solitarios, las calles ardidas de sol o agonizando en el ópalo de los crepúsculos con un pincel moroso, cálido, más atento a los matices, a la huella perceptible de las horas sobre el mar o la piedra, que al virtuosismo artesanal.
Pero mientras eso ocurre, sus otros sentidos le reclaman su participación expresiva. Está oliendo y oyendo en función juglaresca. Y está tocando. Lo extasía esa verba fresca, pulposa, que destilan las gargantas anónimas de verduleras, pregoneros y borrachos. Se le engolosina la vista, una vista táctil, con el contoneo de las aguadoras, con la melífica piel de las frutas en los puestos de mercado, con el parpadeo de las hojas en los huertos caseros. Es aquí donde se le siente respirar a pleno pulmón. Entonces es ya la prosa, de tejido más consistente, o el epigrama, liviano y sutil como un alfiler, o la pulida exactitud del soneto, los que requiere, ante cada suscitación, para que todo aquello palpite capturado entre sus redes. En su fondo es pescador, como buen hijo del litoral. Por eso está atento a lo que salta, a lo que se destaca con brillo particular en el oleaje colectivo. En esto acompaña, durante un largo trecho, a Luis C. López, el otro cartagenero esencial.
Sin embargo toma diferente rumbo cuando se trata de enjuiciar. Lo que es sarcasmo en López se torna discreta caridad en Lemaitre. No juzga. Se limita a entender y compadecer.
Todo ello sin aspavientos, con risueño equilibrio, un poco a la burla burlando. Se frunce ante lo trascendental, ante lo que amague inflazón. Quiere el documento en su puridad, sin hidratación retórica. En esto de ser sincero, muchas veces hasta prefiere que se le vaya la mano. Está siempre dispuesto a sacrificar pulimento a lozanía. Basta degustar, para comprobarlo, esa salsa de estampas Callejeras en su Corralito de piedra. Es el cuentamundo, el ámalotodo. La suya es una prosa y una poesía de dibujante: factura esquemática, línea dócil, economía composicional. Dos o tres referencias y ambiente y personaje empiezan a efundir realidad. Por ser un costumbrista de raza todo en él es costumbrismo. Esas canciones suyas, por ejemplo, zumbonas y traviesas, son verdaderos cortes transversales de la sociedad en que le tocó vivir. Poseen tan gracioso desparpajo crítico y tan astuto desgreño, que ya empiezan a confundirse con la creación anónima de nuestra gente. Sebastián rómpete el cuero, Yo tengo un amor chiquito o Pepe son verdaderos modelos del género. Aquellos ritmos sin transición ninguna, han pasado de su autor a la asimilación popular. Se pegan, tienen ese duende que traspasa, que hace cosquillas, que rebulle y acelera la sangre. Y véase qué cosa: de ser analizados técnicamente, resultan fáciles, casi ingenuistas.
Pero andémonos con cuidado. Es la suya esa facilidad de quien, por haber madurado lentamente, con amor, con padecimiento, puede darse el lujo de regalar sin sufrimiento. Que alguien, sin iguales atributos, intente lo mismo y expiará las consecuencias. A lo más podrá lograr el tegumento fraseológico, el hábil ropaje, el pastiche en suma, pero el duende se habrá esfumado. Daniel Lemaitre nos prueba con ello, una vez más, que el verdadero creador es el sentidor. Todo ese apretamiento coloquial de su obra, tan inmediata y existente que podemos oír el susurro de sus arterias, es el producto de un hombre que amó la verdad, la de su conocer frente a la vida, y tuvo el don de trasverterla con tan exquisita sinceridad que, a la postre, resulta una lección de cortesía. Es ese su lujo secreto. Ser justo. Justo consigo mismo y con su lector, su oyente o su espectador ocasional. Y eso es esperanza en el hombre y respeto por la inteligencia. Ha podido hacer y deshacer con sus dones. Pero se mantuvo fiel a su acento, al ángulo de su visión, a la pasión de su contorno. Por eso, repito, la verdadera historia del último medio siglo cartagenero puede muy bien atravesar el olvido a bordo de un solo esquife: el corazón de Daniel Lemaitre.
El Universal, 1949
El poeta regresa de la muerte
La muerte –esa misma que enharina sus estancias e imprime a su voz una recóndita seguridad elegiaca– ha contribuido a recatar la obra poética de Tomás Vargas Osorio. Muy de tarde en tarde, tal vez con demasiado espacio, nos encontramos con un poema, un ensayo o un cuento, del autor de El hombre sin tierra. Y ya es hora de que Vargas Osorio ocupe, en nuestro paisaje literario, ese lugar de privilegio conquistado por su rigurosa inteligencia, por ese entrañable y masculino amor, doblado de claridad y de esperanza, que le tuvo a su geografía y a su raza. Vargas Osorio, en asocio con Aurelio sintetiza el más noble momento literario de su generación en Colombia. Con una línea verbal, tensa y sutil, aprisiona y ordena una poesía de dolorosa respiración.
Una poesía donde el hombre, su discurrir, su agónico documento, regresan –entre árboles, entre rostros, entre niños, doncellas y luceros– a su verdad primigenia. Es el hombre –en esa poesía de Vargas Osorio– una criatura enfrentada a la desolación, al olvido, a la diaria embestida del tiempo. El hombre, barro efímero, como una flor o un perfume, se pudre y evapora en esta tierra poética. Una parábola de crecimiento y muerte de la pasión. Igual a la vida. Igual a las cosas que nos rodean y nos emplazan.
Pero lo que caracteriza a Vargas Osorio es su estar, su apretura de visión de lo suyo de aquí, de su lento y dolorido mirar su circunstancia colombiana. Allí están esos cuentos suyos sobre los hombres ribereños del Magdalena. Uno en especial nos viene al recuerdo. Se titula Él. Un título bien simple en verdad.
Pero cuánto taladro en el personaje, cuánta desolación le saca de dentro para derramarla en quienes están sumados a su viaje terrestre. Un hombre sin bautismo. Pero todos se referían a “Él” como al dirimidor por excelencia, como a quien hay que amar rápidamente porque se ha de ir, porque no es de este mundo, porque es un extraño viajero entre los seres y las cosas de la tierra. Y ese poema de Vargas Osorio titulado El poeta sueña su patria es realmente de las pocas cosas que en este país se han hecho con quietud, con meditación, con tranquila belleza.
Nuestra nación es avizorada en ese canto en toda su futura dimensión de potencia y dulzura. Parece el pueblo escogido contemplado por un profeta desde una cumbre dichosa. Un poema, en fin, que nos trasmite el orgullo de haber nacido en esa esquina oceánica. Todavía resuena en nosotros el majestuoso diapasón: “Una patria de hierro pero que tenga la dulzura de una naranja al mediodía”. Por eso la labor de reencuentro con la obra de Tomás Vargas Osorio, su cálida difusión, es un deber que estamos en mora de cumplir.
Diario de Colombia, 6 – X – 1954
Manuel García Herreros
A Manuel García Herreros lo conocí, una tarde cualquiera, en Barranquilla. Era, simplemente, una humanidad derrotada. Un rostro ojón y tímido, que oía sin responder. Memoraba. Decía cosas de mil novecientos veinte. Se había quedado detenido en esa década del siglo. Con sus amigos y sus lecturas como si fuesen un fardo, un equipaje, junto al cual esperaba el tren de regreso. No tenía absolutamente nada que ver con esos cafés atestados de gente, con esas calles ruidosas, con esos edificios que crecían de la noche a la mañana. Pero detrás de él, amparando sus huesos y sus ademanes indefensos, estaba su prestigio. Su prestigio de hombre que supo ver y sentir y decir como muy pocos en este país han sabido hacerlo. Había sido un escritor, un inquietante escritor. Y en eso radicaba, para todos aquellos que llegamos tarde a su encuentro luminoso, el drama de su inteligencia. Se había secado. Apenas era una pulpa epitelial entre sus ajadas solapas y sus pantalones de domingo. Y lo que pasaba por fuera pasaba por dentro. Sus retortas cerebrales habían perdido sus jugos sutilísimos. Su ironía, especialmente, era, apenas, un ademán apagado, frágil, que apenas alcanzaba a rebasar el área de su timidez. De cuando en cuando, como carbones que no se resignan a apagarse del todo, asomaba el brillo de los grandes días. Ese fue el Manuel García Herreros que yo conocí, pero también conocí algunas de sus páginas. Ese fichero goyesco de su Barro cocido donde quedaban temblando por los alfileres de su visión y de su estilo, los sucesos y los hombres. En especial estos últimos. Porque García Herreros era un gran retratista. Directo y nervioso. Sus cláusulas tenían esa electricidad tiznada de los apuntes al crayón.
Ese título alfarero que le ponía a sus notas era para despistar. Su veracidad estaba en la línea. Sus tres apuntes sobre mendigos típicos, por ejemplo, son una obra maestra del género. La lacra, la sordidez, el exhibicionismo, ascienden, en estos tres bosquejos, a la dignidad de enfebrecidos cartones. Me han hablado de un cuento suyo muy famoso: “El hombre que coleccionaba bigotes”. No lo conozco. Pero don Ramón Vinyes –uno de sus más grandes amigos y estimuladores– me dio, a grandes trazos, el contenido de su trama. Desconcierta esa joya narratoria y mucho más si tenemos en cuenta la pobreza de la literatura de ficción en Colombia en los días en que fue escrito. Es un enredo alucinado, amargo y cómico a un tiempo mismo, en donde una peregrina manía convierte a un pobre hombre en la víctima de una psicosis propiciatoria. Su novela Lejos del mar es una tensión y una riqueza estilística de puro mediodía creativo. Pero donde estaba el mejor García Herreros, donde se entregaba con dosificado esplendor, con equilibrada agudeza, con entrañable ironía, era en esos apuntes a vuela lápiz de sus visiones callejeras. Entre sus criaturas, furiosamente mordidas por las fauces del trópico, apretaba García Herreros pasiones de cualquier tiempo o cualquier latitud.
Era un poeta. Sabía captar ese ángulo –sabio, doloroso y extraño– en donde los objetos y los seres, por efímeros y parvos que ellos sean, aparecen ungidos de una aleccionadora belleza. García Herreros miraba y registraba. Nada podía pasar descuidadamente por la aduana de sus sentidos. De allí que en sus notas todo parezca percibido y condicionado por un orden sinfónico. Veía, escuchaba y olfateaba con furia. Con hambre captatoria. Los olores, los colores y los sonidos, se entrechocaban en sus párrafos en un alborozo increíble. Desde este punto de vista fue uno de los auténticos vitalistas de nuestra literatura.
A esto debemos sumar un gozoso ejercicio de taller estético. Sus iluminaciones y consultas las buscó en ultramar. Sabía que nuestra tradición, a este respecto, era demasiado endeble. Se nutrió de lecturas europeas hasta el hartazgo. Fue, en su tiempo y lugar, un escritor lujosamente informado. Estaba al día. Sintió, en su inteligencia y en su sangre, la urgencia de las euménides de la moda literaria. Fue casi un desterrado del estilo en una ciudad que apenas empezaba a tener tiendas grandes y peluquerías con sillas metálicas. Tal vez por eso buscó esa geografía sonámbula donde las drogas y el alcohol ascienden por el cordaje de las venas como una clorofila de pesadilla. Y, sin embargo, de él no nos queda una visión dolorosa. Por la sencilla razón de que Manuel García Herreros fue un hombre fiel a sí mismo, con toda la complicada exigencia de ese emplazamiento.
Diario de Colombia, 23 – XI – 1954
Sanín Cano, cifra universal
En Baldomero Sanín Cano tenemos los colombianos nuestra más sólida referencia humana. Casi todo lo que aquí hemos conquistado –en severidad de la inteligencia, en equilibrio crítico, en disciplina de la pasión– se lo debemos a este varón singular. Sanín Cano es el resultado de una tesonera, una convulsa labor de la conciencia colombiana. Es un hombre síntesis. Necesitamos todo este trópico amargo, toda esta garrulería ideológica, todo este desorden cultural de nación a medio hacer, para moldear esa cifra.
Esto explica el aparente divorcio entre Sanín Cano y el espíritu de su pueblo. Toda síntesis es una oposición a los elementos que la han hecho posible. Este hombre serenó su mente, aquietó sus instintos, enrutó su brújula hacia clarísimos objetivos. Llegó un momento en que era, casi, un forastero emocional de su pueblo. Nosotros somos típicamente grandilocuentes. No estamos preparados para el austero comercio de las ideas. En poesía, por ejemplo, somos partidarios irreductibles del guitarrismo anecdótico.
Y la crítica la recibimos, como operante patrimonio, cuando es un aspecto más de la demagogia. Sanín Cano ha sido, hasta ahora, el único colombiano que ha tomado en serio su maridaje con la cultura. Con lo que ella representa como fluencia dignificadora, como viviente enseñanza, como elemento defensivo de la cultura humana. Ha sido, pues, un profesional de las ideas. Un hombre que no ha perseguido cosa distinta a la de aprender y enseñar. Por eso es un maestro. Por eso su vejez nos enorgullece e ilumina.
Ha sido el conductor de cuatro o cinco inteligencias clave en Colombia. Y eso ha sido suficiente. A través de ellas ha irrigado la geografía de nuestras letras y ha impuesto una técnica en la manera de enfocar, con pupila más ambiciosa, nuevos litorales del conocimiento. Y ha sido, en su radiación hemisferial, una voz rectora. Como Sarmiento, como Torres, como Varona, como Montalvo, como Mostos. Y ha creído, con toda la entereza de un corazón iluminado, en los valores que hacen posible la convivencia humana. Cuando nos acercamos a una cualquiera de sus páginas tenemos que prevenirnos incluso contra nosotros mismos. No encontraremos allí la cláusula enceguecedora ni el apóstrofe restallante ni el ademán conminatorio. Encontraremos, eso sí, la cautela conceptual, la tranquilidad y hondura del discernimiento, la velada referencia a una larga y exhaustiva intimidad con el tema. Encontraremos, en suma, una lección inolvidable de cortesía intelectual, de sabiduría sin aspavientos, de dichoso y casi risueño manejo de los elementos del idioma. Esto último, sin ser, se parece un poco al humor. Pero a ese humor que riza, sin herirla en lo más leve, la secreta contextura del pensamiento. Y sin embargo, ¡cuánta fuerza, cuánto celo, cuánta beligerancia hay en todo aquello! En eso estriba, precisamente, la maestría de Sanín Cano. Al escribir parece no olvidar, un solo instante, el respeto trascendente que le merece su interlocutor. No intenta, ni lo desea, rebasar sus fueros. Entiende que cada hombre es merecedor de sus convicciones, incluso de sus equivocaciones. Una página es simplemente para Sanín Cano como lo ha sido para todo rector de conciencias –un amable lugar donde es posible ponernos de acuerdo. Al margen del ruido o de la glotonería discursiva. Simplemente un lugar frente a nuestros ojos. Un lugar que, a la postre, puede ser un espejo para vernos limpia y serenamente reflejados en lo mejor de nosotros.
Y todo esto –a la hora del reconocimiento– se llama pacifismo. Militancia de la paz. Respeto por la conciencia del hombre. Ésta ha sido la existencia del maestro Baldomero Sanín Cano. Unidad que nos honra y en quien nos honramos al rendirle tributo en su luminosa senectud. Un colombiano que ha conquistado el acatamiento universal por el solo ejercicio de virtudes insignes. No puede reposar en manos más ilustres ese premio que ahora le llega de latitudes hiperbóreas. En él nos sentimos premiados como país. Y en él sentimos que la esperanza merece seguir animando la arcilla de nuestro pueblo.
Diario de Colombia, 22 – XII – 1954