Home Destacados Nuestra guerra ajena, un libro valeroso

deslinde

gaquesa2@yahoo.com

En esta guerra, los helicópteros que vuelan en la cima de las montañas o sobre la selva llevan matrículas de la Policía Nacional de Colombia PNC, pero no son ni de la Policía de Colombia, ni del gobierno colombiano, ni de la nación colombiana. No. Su dueño es el Departamento de Estado (p.11).

Este es el sentido del libro, la denuncia de la primera a la última página, de que la guerra que ha vivido Colombia no es una guerra nuestra: es norteamericana. No podemos olvidar el Plan Laso, promovido por los Estados Unidos durante el gobierno de Guillermo León Valencia (19621966) para prevenir que en Colombia la insurgencia pudiera tener el éxito que tuvo la guerrilla en Cuba (este aspecto lo señala tangencialmente el autor), con las consecuencias, sin que justifiquemos la guerra, que todos hemos conocido. En lo que trata el cronista, los cultivos de marihuana, coca y amapola no tuvieron generación espontánea. Surgieron incentivados por los “Cuerpos de Paz” para abastecer el mercado de un país (USA) ansioso de psicotrópicos, como ya lo había denunciado en otro de sus libros: La bruja.

En los años sesenta los estadounidenses que participaban en la guerra de invasión a Vietnam y habían regresado luego de ser relevados de los frentes de matanza, aparecieron enviciados en una búsqueda enloquecida de marihuana y estimularon con sus dólares la producción en nuestro país (p. 28).

Igualmente la legislación antidrogas, los equipos, los aviones, los bombardeos, la fumigación aérea con glifosato, derivado del Napalm, etc. Mucho se ha especulado sobre las motivaciones de esta guerra. Germán Castro Caicedo nos lo aclara: se trata en esencia de una política que permite la intervención. Así como la política antidrogas norteamericanas a nivel interno le posibilita mantener bajo control a la población afroamericana, latina y asiática, como lo ha denunciado el lingüista Noam Chomsky, la política antidrogas, o mejor la guerra contra la droga por toda América Latina y sobre todo en Colombia, tiene un objetivo esencial: la tierra, los recursos naturales y sobre todo el agua.

(…) el sentido de nuestro conflicto gira en torno a la abundancia de nuestros recursos estratégicos, disfrazado con el pretexto antiterrorista, para controlar las fuentes de energía (p. 80).

La justificación tiene recibo ante un público no informado. Por otra parte la intervención no es directa, en ella no participa el ejército norteamericano: se hace con compañías de mercenarios y  con una flota aérea aparentemente colombiana pero realmente norteamericana. La guerra, impopular desde donde quiera que se la mire, la adelantan ahora corporaciones militares privadas, con lo que se evade el control del gobierno colombiano, las críticas a la intervención y el control de la prensa y el legislativo del país. En un mundo donde todo se ha privatizado la guerra es una inversión más, riesgosa pero al fin y al cabo una inversión  que produce gigantescas utilidades.

El negocio de la guerra es hoy de tal magnitud que (…) la compañía Northrop Grumman California Microwave Systems—una de las 19 que operaban en Colombia desde el comienzo de la primera fase del Plan Colombia—tuvo utilidades de doce mil millones de dólares (p. 82). 

Pero ahí no termina la denuncia. Una vez terminada la Guerra Fría y finiquitadas las guerras en Latinoamérica (salvo la colombiana), había que justificar nuevamente la existencia del Comando Sur.

Terminada la Guerra Fría, el pretexto de la lucha contra las drogas justificó en el Pentágono la continuidad de la presencia militar estadounidense en el hemisferio, y con ella la necesidad que durante décadas tuvieron las fuerzas militares de mantener una política de control en la región (p. 89).

Se trata entonces de que la guerra contra la droga o contra el terrorismo, en el lenguaje imperial una y la misma cosa, tiene objetivos muy precisos: 1) El control político y militar sobre territorios que considera su “patio trasero”. 2) Este control político y militar tiene igualmente alcances muy precisos: se trata de garantizar el acceso a las fuentes de recursos naturales y materias primas y de darle cobertura a los TLC, a la vez, diríamos nosotros, que sirve de barrera de contención y de provocación frente a la emergencia de gobiernos nacionalistas y antiimperialistas en el continente. Para nuestro caso la cobertura del movimiento de tropas mercenarias está convertido con unos eufemismos: “Iniciativa de las américas, Plan Colombia, etc.”, en planes para derrotar el terrorismo. Allí por supuesto caben las autodefensas y sus masacres contra la población campesina. La lectura del libro es prolija en detalles, por ejemplo la masacre de Santo Domingo (p. 349 y ss). Dice el autor:

(…) en el Acuerdo de Promoción Comercial (TLC) y el Plan Colombia, en el 2006 ensamblaron el manejo de la economía con lo militar. Y el Plan Colombia  estaba atado a la Ley de Promoción Comercial Andina y Erradicación de Drogas, APDEA, y el TLC estaba atado al Plan Colombia. Era toda una estrategia militar al servicio de una estrategia económica, política y social en la cual este país terminó imposibilitado para tomar sus propias decisiones (p. 383).

Invitamos a los lectores a leer y estudiar este texto con cuidado. Su lenguaje fuera de tecnicismos lo hace sumamente asequible y revelador. Mientras los medios masivos son cómplices de los gobiernos y callan, Germán Castro Caicedo, un periodista independiente, habla.

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